En el corazón de la jungla urbana
Por el centro de Madrid pululan a diario decenas de carteristas, descuideros, ladrones de ropa y alimentos, timadores, prostitutas, chaperos. 5.000 detenidos pasan cada año por la comisaría del distrito
El gentío que desborda la calle de Preciados parece un rebaño de ñúes vadeando un río entre el acoso de una manada de leonas y las dentelladas de los cocodrilos. Son miles de personas que caminan ajenas a lo que les rodea: carteristas, descuideros, tironeros, sirleros, timadores, pedigüeños, prostitutas, chaperos... Es la peculiar fauna que habita en el corazón de Madrid, en el distrito de Centro, por el que arrastran sus vidas diariamente más de medio millón de madrileños y forasteros, entre ellos numerosos turistas extranjeros. Durante los fines de semana, la población flotante -es una forma elegante de llamar a los visitantes- se duplica.
Es un viernes cualquiera. "Los cacos no madrugan", dice el subinspector García, responsable del Grupo contra Hurtos de la comisaría del distrito. Y, en efecto, los cacos no llegan a la zona hasta después del mediodía. Pero a partir de esa hora es fácil descubrir a una legión de carteristas al acecho y ladrones de ropa y comida en los grandes almacenes. Los depredadores atacan sin piedad a los pringaos que deambulan por la Puerta del Sol, Callao, Preciados, Gran Vía, paseo del Prado... Unos pocos kilómetros cuadrados que forman el corazón de Madrid.
Un grupo de 40 niños rumanos es especialista en birlar los billetes a quienes sacan dinero de los cajeros automáticos
Hay cacos que revenden ropa y alimentos robados minutos antes. A veces hurtan objetos o comida por encargo previo
A esa hora aterriza también el batallón de chaperos (prostitutos) que domina la Puerta del Sol. Se colocan alrededor de las grandes jardineras de madera y hablan a su hipotética y provecta clientela con el lenguaje de los gestos: los que se ponen de espalda a los transeúntes son homosexuales pasivos; los que lo hacen de frente son activos, y los que se apoyan de costado son los que están dispuestos a satisfacer cualquier deseo. Su tarifa: tres euros por dejarse manosear.
La calle de la Montera es el feudo de las prostitutas, pese a la batalla que vecinos y comerciantes mantienen contra ellas desde hace años. Hay más de un centenar de rumanas, africanas y suramericanas. Las rumanas son las de mayor éxito. Tanto que están acabando con la competencia. "Veinte euros para mí y cinco por la cama y un condón", explica una chica con ropa muy ajustada. Eso es lo que cobran por un rato de placer en una pensión de la calle de Jardines. O bien en un piso de la cercana calle del Caballero de Gracia, alquilado por tres chicas para romper la dictadura de las casas de lenocinio.
Al otro lado de la Gran Vía, junto a la legendaria calle de la Ballesta, hay otro grupo de meretrices, entre ellas unas 35 españolas. Una de éstas lleva tantos años ocupando la misma esquina que pareciera que forma parte del mobiliario urbano.
El triángulo del centro comercial -una franja de terreno similar a una porción de quesitos de El Caserío- es lo que más inquieta a los policías del distrito. Sobre todo a los 35 policías nacionales anticarteristas que les combaten. Su principal zona de actuación es la comprendida entre la Puerta del Sol y las calles de Preciados y Mayor.
"Esto está plagado de lobos a la caza de los corderos. Por eso recorremos una y otra vez la zona. Un compañero decidió medir con un podómetro lo que caminaba a diario y se quedó asustado al ver que había andado más de 20 kilómetros", cuenta el subinspector. Gracias a ese constante patear, los policías han logrado reducir el número de hurtos a menos de la mitad: los 25 actuales frente a los 60 diarios de hace unos meses.
Uno de los problemas más acuciantes son los menores que arramplan la zona. Cada mañana, sus padres los trasladan hasta aquí desde la Cañada Real Galiana y los recogen al caer la noche. Hay unos 40 críos, de apenas nueve o diez años, que suelen apostarse junto a los cajeros automáticos. Uno de ellos se acerca al ciudadano que está sacando dinero para distraerle pidiéndole una limosna. Mientras, otro de ellos se apodera en un plis-plas de los billetes... y sale a la carrera. Cuando cumplen los 14 años, las bandas que los controlan los retiran de ese trabajo porque saben que a partir de esa edad ya pueden ser encerrados en un reformatorio.
Hay algunos de estos chicos que conocen perfectamente cómo funcionan todos los cajeros. Saben qué tecla apretar para obtener el máximo beneficio (600 euros) y saben en qué preciso momento hacerlo. Y, además, son capaces de aguantar sin una lágrima una lluvia de golpes en caso de ser descubiertos y agredidos por la víctima.
La habilidad de estos ladronzuelos es tal que de nada sirven las medidas de seguridad adoptadas por los bancos por recomendación de la policía. Medidas como la obligatoriedad de introducir dos veces el pin personal (una vez nada más introducir la tarjeta de crédito en el cajero y una segunda vez antes de que la máquina expenda el dinero).
Uno de sus cajeros favoritos es el del banco situado en la esquina de la calle de la Bolsa y la plaza de Santa Cruz, a tiro de piedra del Ministerio de Asuntos Exteriores. Poco les importa que la zona esté abarrotada de policías, guardias civiles y escoltas de autoridades. Ellos agarran el dinero y corren a toda velocidad. Otro de los cajeros predilectos está en la calle de Carretas, a pocos metros de la sede del Gobierno regional. En ambos casos, están en plena vía pública y no hay cámaras de vigilancia que graben la escena.
Hay otros grupos de delincuentes que se apostan en los semáforos y aprovechan el tumulto para apoderarse de bolsos y mochilas por el método del tirón. Después huyen como gamos entre la muchedumbre que cruza de una acera a otra.
Otros cacos merodean por la Gran Vía, el eje Prado-Recoletos o el palacio de Oriente y aprovechan que los turistas -su presa predi-lecta- están desprevenidos para robarles al descuido todo lo que pueden. Hace unos meses, la esposa de un ministro de México fue víctima de uno de estos maleantes, que le sustrajo un bolso que contenía un valioso Rolex de oro. Al día siguiente, los agentes de la comisaría de Centro recuperaron el reloj y se lo devolvieron a la esposa del político, incrédula ante tanta eficacia policial.
Varias decenas de carteristas despluman preferentemente a los guiris (los turistas extranjeros) que toman cerveza confiadamente en las terrazas de la Plaza Mayor. Entre ellos hay un mito: un rumano, apodado El Torbellino, cuya norma es robar cada día un mínimo de 5.000 euros, según sus compañeros. "Es un genio. Tiene un olfato increíble para oler el dinero. Yo le he visto robar limpiamente 3.000 euros. Me dijo: 'Espera un momento'. Fue, se acercó a un grupo de turistas y al minuto volvió con una riñonera repleta de dólares", recuerda Marian (nombre ficticio), que suele picar carteras en el metro con ayuda de su esposa Ioana (identidad ficticia).
-¿Dónde suele actuar El Torbellino?
-Ahora está preso en Irlanda por robar carteras; allí la ley es muy dura, dice Marian.
Marian y Ioana, que han dejado a un hijo en su país, viven en una pensión próxima a la calle de la Montera desde hace seis meses. Actúan en pareja. Antes lo hacían en la calle, pero ahora lo hacen en el metro, en las líneas que confluyen en la Puerta del Sol y en la Gran Vía. Sólo trabajan de 10 de la mañana a dos de la tarde.
"Sacamos unos 80 euros al día. La cosa está muy mal porque la gente no suele llevar encima más de 20 o 30 euros. ¡La crisis! Además, el metro está lleno de gentes, que por el paro, que se dedican a robar carteras cortando con un cúter la tela de los bolsillos", explica Ioana, una veinteañera flaca y de piel muy blanca. "Dentro de dos o tres meses nos iremos a Alemania. Aquí ya nos conoce la policía", agrega.
La pareja confiesa por qué decidió operar en el suburbano: "La calle está llena de policías..., y ya nos han detenido una vez". En efecto, calles y plazas están tomadas por policías nacionales y municipales de uniforme, aparte de otros de paisano. El despliegue es tal que a veces impresiona.
Hay cacos especialistas en saquear comercios y grandes almacenes. Suelen robar ropas, perfumes y alimentos, que poco después revenden en las proximidades. Hay plazas que se convierten en improvisados mercadillos por arte de birlibirloque. En un abrir y cerrar de ojos.
En la plaza de la Cebada hay varios jubilados tomando el sol. Pero en realidad están esperando la venida de los proveedores de ropa y alimentos. A los pocos minutos llegan tres jóvenes magrebíes cargados de enormes bolsas deportivas que, al advertir la presencia de una pareja de policías nacionales, se alejan subrepticiamente. Sin embargo, los agentes les han detectado. Les interceptan y les hacen abrir las bolsas.
-Llevan un motón de comida y de ropa nueva, impecable. ¡Con las etiquetas todavía puestas!, se queja el subinspector García.
-¿Es robado?
-Seguro. Ellos sostienen que lo han comprado para regalárselo a su familia en Marruecos. Y cuando les hemos pedido el tique de compra, han dicho que los grandes almacenes nunca dan tique. Así que iremos a la comisaría para aclarar el asunto.
Chorizos hay que roban a la carta. Antes de ir a los hipermercados o a las tiendas, hay vecinos que les hacen el pedido -un paquete de jamón de pata negra, un CD de Camarón de la Isla, un pantalón vaquero de la marca Levi's...- y los ladrones van lista en mano y hacen la compra. De nada sirven los sistemas de seguridad ni los vigilantes.
Los timadores -una especie que parecía en vías de extinción- han experimentado un renacer. Sobre todo, los que practican el tocomocho (el décimo de lotería o de la ONCE falsamente premiado) y la estampita. Viejas estafas que parecen de otra época.
Por la comisaría de Centro pasan anualmente unos 5.000 detenidos, en su mayor parte por hurtos. Y eso que si el monto de lo sustraído por un individuo no supera los 400 euros, sólo es una falta y, en ese caso, ni siquiera es detenido. "Somos la tercera comisaría de Europa", afirma Daniel Rodríguez, jefe de la comisaría de Centro, instalada en un vetusto edificio de la calle de Leganitos indigno de un país de la UE.
Esta zona de la ciudad sufre el 18% de la delincuencia que hay en Madrid, lo que representa el 8% de la que hay en toda España. El comisario Rodríguez, sin embargo, asegura que está teniendo éxito su batalla contra los malos. No sólo por la eficacia de sus hombres y mujeres, sino también por las medidas urbanísticas y sociales que están poniendo contra las cuerdas al ejército de maleantes que amenazaba con adueñarse de las calles más emblemáticas de la capital.
La comisaría tramita a diario un promedio de 200 asuntos, entre ellos, 40 o 50 denuncias por hurto. Es la plaga del distrito, en el que viven de hecho y de derecho 155.000 almas, que se multiplican cada día por cinco. No en vano hay 150 hoteles y hostales, amén de 1.500 pensiones, fondas y casas de huéspedes de mala muerte.
Y el paisaje se completa con los ladrones de pisos (dos al día), la treintena de camellos que trapichean con droga; los sirleros que atracan a punta de navaja (un caso cada tres días), los que revientan coches para sustraer algún objeto de su interior; los manteros que venden películas pirateadas..., y de vez en cuando incluso hay algún asesinato. Todo un mundo en un pañuelo de asfalto.
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