Mi primer "Tuppersex"
SEGÚN el protocolo de las reuniones de tuppersex, la anfitriona, a la sazón yo, debe servir bebida y picoteo. Las demás ni siquiera necesitan tener efectivo en el bolsillo, porque Mariela —la asesora experta de Amantis.net— entre tanto cacharro ha traído el más importante: la maquinita para pasar tarjetas. No sé, el efecto es el de una transacción limpia y rápida: aquí te pillo, aquí te mato.
De las cuatro chicas invitadas, dos, C. P. y C. D., jamás se han masturbado con un juguete, así que hacen las típicas preguntas del escéptico receloso: ¿Te puedes enviciar como esa gente que se vuelve adicta al gimnasio? R. A., W. E. y la que habla tenemos algo más de experiencia. Suenan los Beach Boys. Me siento rara haciendo estas cosas con la música de mi infancia, lloriquea C. P. Como primer acto, la maestra Mariela acaba de presentarnos su lubricante estrella: Desliz Anal, cuyo componente principal es el omnipresente aloe vera: ideal porque regenera la piel. Las palabras "desliz" y "regenerar" provocan ahogados suspiros. Lo probamos con las yemas de los dedos, lo olemos, lo lamemos y lo compramos. Algunos mitos van cayendo: nunca, pero nunca, con aceite de bebé, porque se rompe el condón. El "kit de soldado" de una chica post-Sexo en Nueva York, continúa Mariela, incluye también un juego de bolas chinas para tonificar el suelo pélvico, no hacerse pis de mayor y potenciar orgasmos. Compro.
Por fin llegamos a los vibradores y a la primera confesión: C. D. dice que lleva tiempo queriendo uno, pero que cada vez que va a una tienda le parecen tan monstruosos que no termina de animarse. Se refiere a los "realistas". ¿Pero entonces las chicas compran imitaciones de penes como los bolsos Prada que venden los negros en el paseo de Gracia? Mariela dice que sí, muchos, pero que no es nada cool, por eso no ha traído ninguno. Nos muestra un "básico" —como un vestido negro—, un vibrador muy design, rosa intenso. Huele como a Barbie, exclama C. D. Compro. ¿Cuánto duran las pilas?, pregunta C. P. Pasamos al boli anal, al patito submarinista y al estrangulador de pene manos libres. Compro. R. A. revela tener un vibrador con mando a distancia que ha dejado de usar desde que se dio cuenta que funcionaba con cualquier mando, incluso el de la tele, por ejemplo cuando su hijo veía los cartoons. Compro.
Se acerca el final y Mariela saca el famoso "conejo rampante", al que Samantha, la de Sexo en Nueva York, es adicta, pero en su versión Desayuno con diamantes. C. P. pregunta que cuántas pilas necesitará semejante artefacto. W. E. coge el conejo y mira los giros irreales que da la cabeza del falso pene y concluye que eso no lo hace un hombre. Compro. Es como si te lo hicieras con un extraterrestre, replica C. P., que está francamente preocupada por la duración de las pilas del vibrador que está a punto de comprar y pregunta si hay algún sitio de recarga en la ciudad. "Sí, hombre, mechero, móvil y vibrador, todo en el estanco", se burla R. A. Mariela insiste en que las pilas le bastan y le sobran a cualquier onanista, incluso profesional. Al día siguiente llamo a C. P.: como era la primera vez me quedé un poco igual, se excusa. Me dice que le temblaban las mejillas y que se sentía como Beethoven, sorda y componiendo con vibraciones. Y que se le acabaron las pilas.
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