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Columna
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En la boca

Después de la lujuria, quizá sólo la gula ha concitado con la misma unanimidad el interés de los artistas dentro del censo de los pecados de postín. Rossini gustaba de cocinar la pasta fresca por sí mismo y ofrecía banquetes a todo admirador que visitara su palacete parisino; Camilo José Cela colocaba el plato de caldereta entre las claves filosóficas que pueden dar sentido a la vida; en cuanto a Hemingway, nos ha dejado patentado un tipo de sándwich que sumar a su inagotable colección de cócteles y jarabes demoledores. El mundo de la masticación, en una u otra de sus facetas, ha mantenido estrechos vínculos con las Bellas Artes a lo largo de la historia. Una visita a cualquier museo europeo nos mostrará la cantidad de bodegones, bandejas, fuentes, cálices de cristal y de plata y de barro, garrafas y redomas entre los que se reblandece la carne de las perdices recién asadas, o frutas de terciopelo y ámbar que invitan a ser acariciadas, con que se complacieron los maestros holandeses, españoles y alemanes de los siglos del absolutismo. Uno de los pasajes más memorables de la literatura clásica tiene lugar en una sala de banquetes, entre un exceso de lirones rellenos, salsas que marean y verduras que no puedo citar: hablo del festín que Trimalción organiza para sus clientes y para ojear efebos en El Satiricón, de Petronio. Alrededor de una mesa gira también cierta composición de cabecera del jefe de cantores Georg Philipp Telemann, en concreto su Tafelmusik, escrita para alegrar la digestión de sus suscriptores hamburgueses. Y si hemos de trasladarnos a las latitudes del cine, recalaremos por fuerza en la más estrambótica y penetrante celebración de la gastronomía que han ofrecido las filmotecas: La gran comilona, de Marco Ferreri, donde media docena de camaradas deciden suicidarse conjuntamente a través del tortuoso método del atracón general, hasta reventar.

Todos estos lazos de familia entre platos y pinceles, plumas o teclas me han venido a las mientes al visitar la exposición El pensamiento en la boca, que en estos días se ofrece al curioso en las salas Imagen y Chicarreros de Sevilla, aunque una versión reducida de la misma ya pudo presenciarse en Jerez un par de años atrás. Un cúmulo de creadores mayormente andaluces (Pérez Villalta, Ricardo Cadenas, Curro González) reflexiona sobre las relaciones entre comida y arte, y tratan, me parece, de colocar al mismo rasero dos actividades imprescindibles para la nutrición humana, ya sea del cuerpo o de esa cosa inasible a que sirve de funda. La muestra se decanta por los nuevos soportes (fotografía, vídeo, acciones) a la hora de festejar con un espíritu eminentemente lúdico la felicidad de tragar y de crear, de crear para tragar. Aunque en principio parezca tener poco que ver, el recuerdo, la presencia de lo erótico se vuelve persistente en el espectador: y no sólo por lo que sugieren ciertas formas o texturas, pasto de chistes burdos en el ojo menos entrenado, sino porque esta alegría, este desenfado, esta celebración de lo inmediato, de lo orgánico y elemental es también la que anima al arte entregado, a lo largo de todas las épocas, a la noble tarea de rescatar nuestra carne del pecado. El puritanismo ha tratado de convencernos durante siglos de que el cuerpo es una montaña de podredumbre en cuyo interior se ahogan las nobles aspiraciones de un alma atrapada, y ha tratado de arrojar al arroyo todo lo que le otorgaba estímulo, placer y consuelo; por suerte, ahí estaba el arte para rebuscar entre las basuras. No sé si un hombre es lo que come, como resumió cierto divulgador marxista, pero dos cosas sí parecen claras: que a veces el arte y otras metas sublimes se hallan más cerca del filete que de la noche estrellada, y que la morcilla bien aliñada constituye mayor acicate para la gloria que el amor a la patria.

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