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Columna
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Epidemiología

Enrique Gil Calvo

La semana pasada, la crisis financiera ha dado una nueva vuelta de tuerca en su vertiginoso contagio de la epidemia de pánico. Cuando se suponía que la reunión en Washington de los 22 jefes de Gobierno tendría que haber tranquilizado a los mercados, sin embargo, no fue así. Por el contrario, los inversores hicieron caso omiso del cónclave, descontaron la constatación de su impotencia y en menos de una semana las bolsas volvieron a desplomarse, marcando nuevos mínimos anuales. Otra nueva ocasión perdida, tras el anterior fracaso de los planes de rescate gubernamental. Claro es que se veía venir, pues nadie esperaba nada serio de la reunión de Washington, que sólo sirvió para certificar el fracaso absoluto del monetarismo como barrera contra la crisis. Y si la política monetaria ya no sirve de nada, porque los mercados dejan de reaccionar a las bajadas de los tipos de interés, entonces hay que sacar al keynesianismo del baúl de los recuerdos, recurriendo a la política fiscal (con choques masivos de gasto público con cargo al déficit del Estado) como palanca de contención de la crisis. A la espera de conocer el macro plan de Barak Obama, este miércoles se sabrá en qué consiste el plan de choque europeo, y al día siguiente el presidente Zapatero anunciará en el Congreso las medidas de lucha contra el desempleo que piensa adoptar su Gobierno.

No sería extraño que los planes de choque fracasaran por la propagación del pánico financiero

Pero no sería nada extraño que estos planes de choque fracasaran también, siendo superados en pocas semanas por la propagación del pánico financiero. Al fin y al cabo, eso es lo que predice la teoría de las expectativas racionales (de Thomas Sargent y Robert Lucas, que obtuvo por ello el premio Nobel en 1995), tercera en discordia en el debate entre monetaristas y keynesianos: en cuanto los Gobiernos anuncian sus futuras medidas de intervención en los mercados (ya sea con políticas monetarias o fiscales), los agentes económicos las descuentan por anticipado, contribuyendo a desvirtuarlas o anularlas. Es lo que ha ocurrido con el fracaso del plan de rescate mediante subastas de activos financieros con cargo a la deuda pública que ofreció Zapatero a la banca española, cuya primera subasta celebrada la semana pasada se ha visto casi desierta para gran sorpresa de propios y extraños. Y con las demás medidas que anuncie el jueves que viene en el Congreso de los Diputados podría ocurrir otro tanto.

¿Quiere todo esto decir que no hay nada que hacer, más que esperar y ver cómo la epidemia del pánico financiero se contagia al resto de la economía real? Nada de eso, claro que hay que intervenir, y probablemente habrá que hacerlo mediante un masivo plan de choque neokeynesiano. Algo así como aplicar descargas masivas con un gigantesco desfibrilador externo para ver si el comatoso cuerpo de la economía resucita de su actual parada cardiorrespiratoria. Pero conviene entender que la naturaleza de esa intervención exterior ha de realizarse en clave no tanto económica como política. Si hablamos de crisis es precisamente porque las reglas de la economía de mercado (las leyes de la oferta y la demanda) han dejado momentáneamente de funcionar, entrando el cuerpo social en un auténtico estado de excepción. De ahí la necesidad de que intervenga el poder del Estado, de acuerdo al principio de excepcionalidad que (desarrollando las formulaciones de Carl Schmitt) expone Giorgio Agamben en su Homo sacer. Y hasta que la intervención excepcional del Estado no permita restaurar la normalidad perdida, las reglas de juego del capitalismo seguirán en suspenso y la crisis continuará devorando todo a su paso, contagiando y diseminando por doquier la epidemia de pánico.

El que las leyes de la economía ya no funcionen hace que algunos se sitúen en clave exclusivamente moralista, denunciando la codicia de los especuladores que buscan su lucro inmediato y reclamando otra economía de mercado no egoísta con valores solidarios. Pero este rancio moralismo no sólo revela una cierta hipocresía (pues cuando los mercados crecían todo el mundo satisfacía su codicia sin que nadie protestase) sino que también implica no haber entendido nada. El motor de la crisis no es tanto la desconfianza (un valor moral) como el cálculo racional (según demuestran los análisis de Robert Lucas citados más atrás). Si los agentes dejan de invertir no es porque desconfíen unos de otros sino, al revés, porque tratan de comportarse exactamente igual que los demás, tal y como sucede con el contagioso ejemplo del sálvese quien pueda que desata una epidemia de pánico. Lo que gobierna el comportamiento de todos es la expectativa de qué harán los otros. Y si se piensa que los demás querrán vender, entonces nadie comprará y la crisis se autoperpetuará, a menos que los poderes públicos clausuren el juego y detengan la epidemia de pánico.

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