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OPINIÓN
Columna
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El poeta

Juan Cruz

Aquel poeta, Manuel Padorno, vivía de noche, como la oscuridad. Pero la luz fue su obsesión, el objetivo de su poesía.

Siempre encontró en la vida algún rasgo de entusiasmo, y cuando no lo había se recluía sobre sí mismo, como si se estuviera ocultando de un espejo roto. Muchas veces le vimos en la alta madrugada, dándole al taco de billar, pensando, con un cigarrillo entre los labios; al atardecer caminaba por la playa que decidió hacer su casa, en Las Canteras, Las Palmas, y ahí este poeta de la madrugada volvía a ser el adolescente guapo que aparece en las fotografías. Un ser misterioso que hablaba hacia dentro.

Murió en 2002, de un infarto, en primavera y en Madrid. Había nacido en Tenerife en 1933; la oleada -Millares, Hidalgo, Chirino- que trajo a Madrid a los insulares de su tiempo lo depositó en medio del asfalto gris de la capital de España. Aquí vivió como un ermitaño, de noche, y de día dormía en una habitación oscurecida. La noche fue su sitio.

Casi toda su vida estuvo pendiente de los otros, como si estuviera seguro de que la vida sería interminable y él ya tendría tiempo de ocuparse de sí mismo. Así que se hizo editor, con su mujer, Josefina Betancor; ella llevaba el trabajo de día y él lo pensaba de noche. Sus desayunos eran los almuerzos ajenos. Como Juan Carlos Onetti, vivía con los horarios cambiados, y daba la impresión, también, de que sus manuscritos estaban ocultos en la maraña bohemia que escondía su apariencia.

Así que cuando murió de un infarto, todo el mundo creyó que el escritor había huido para siempre también con la luminosa idea de escribir intacta. Pero él se guardó durante años el secreto de su propia escritura y, ahora que ya hace seis años que desapareció, su familia, paciente, ha ido desentrañando baúles y cajones y se ha encontrado con una obra abrumadora de la que tan sólo habían sobresalido los cuadros.

Porque también fue pintor Padorno; y ésa fue, y por preponderante, la más notoria de sus actividades; escribía en folios livianos, pero los cuadros tenían su sitio, estaban ahí, eran grandes, lo son. Ahora, en una nave de las afueras de Madrid, reposa esa ingente obra, acariciada con devoción por sus hijas, por su mujer. Ausente el poeta, no sabe, ni sabrá, con cuánta dedicación ha crecido lo que hizo mientras dormía el mundo. Él se habría extrañado de haber sido tan fecundo, porque todo lo hizo como si sólo estuviera inventando formas de jugar al billar de noche. -

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