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Columna
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Galdós y el 'vintage'

Apenas subsisten en las Correderas los antiguos establecimientos de ultramarinos

A don Benito Pérez Galdós le castigó el ingrato callejero madrileño con una calle de tres al cuarto, escuálido aunque céntrico callejón que conecta las calles hermanas de Hortaleza y Fuencarral en las fronteras de Chueca y Malasaña. Pasaje lóbrego que se debate eternamente entre la ruina y la reforma, flanqueado por sombríos caserones que tratan de iluminar a pie de calle los comercios y garitos de los gays que han colonizado y mudado la imagen del barrio pero que no han conseguido conquistar este reducto de las sombras. En la bulliciosa esquina de Fuencarral con Augusto Figueroa -la calle siguiente de la de Pérez Galdós-, subsiste un oratorio del siglo XVIII de aspecto tétrico y de oscuro ladrillo con una imagen de la Virgen de la Soledad acompañada detrás de la reja, creo recordar, por un Cristo cetrino y cabizbajo. La capilla es un agujero negro que la mayoría de los viandantes, cegados por las luminarias de los escaparates, ni siquiera perciben. Cuentan las crónicas que este singular edificio de ladrillo y rejería se construyó en las proximidades de uno de los burdeles más célebres de Madrid. Ubicación privilegiada para recolectar las limosnas de los pecadores recién arrepentidos que con esta propina a lo divino trataban de reconciliarse con la benevolencia de los cielos tras haberse refocilado con los infernales placeres de la carne que es débil y antojadiza.

La calle de Pérez Galdós no sale mucho en los periódicos y cuando lo hace no suele ser por nada bueno. Así ocurría el pasado domingo en estas páginas cuando la crónica negra recogía la aparición en un hostal del número 7 del cadáver de un hombre de 50 años. En la foto que acompañaba la información, se entreveían al fondo los amarillentos y desconchados muros de esta calle espectral emborronados de torpes rúbricas adolescentes. El tramo de la calle de Fuencarral comprendido entre la Red de San Luis y la calle de Colón vive vísperas de peatonalización. Durante varias décadas existieron en él precisas restricciones de tráfico que los conductores de vehículos privados supieron ignorar con olímpico desdén hasta hoy.

El empuje y la iniciativa comercial de los vecinos de Chueca han desembocado en Malasaña a través de la calle de Colón que va a dar, plaza de San Ildefonso por medio, con la confluencia de las muy galdosianas Correderas, la Alta y la Baja de San Pablo, que en tiempos de don Benito y hasta bien mediado el siglo XX, fueron un emporio del pequeño comercio, un emporio que al escritor le gustaba recorrer en sus paseos y en sus novelas, deteniéndose, más de la cuenta según sus detractores, para tomar nota del habla del pueblo llano y calibrar con ojo de experto la calidad de las legumbres y hortalizas. Costumbre que le ganó el infamante e injusto apodo de don Benito el Garbancero.

Hoy apenas subsisten en las Correderas y sus afluentes los antiguos establecimientos de ultramarinos y coloniales, un sector en el que medran los ciudadanos chinos de horarios más flexibles. El pequeño comercio del barrio experimenta vertiginosos y a veces efímeros cambios de uso y titularidad. Sin grandes reformas y con precarios contratos se abren nuevas tiendas de moda y diseño, nuevos cafés de diseño y moda y casas de comidas modificadas y rediseñadas para la nueva clientela. A don Benito seguramente le interesaría la moda vintage que pregonan nuevos establecimientos que venden ropa antigua. El término pasó del mundo de los cosecheros de vino al de los diseñadores de ropa, que lo usaron para poner de nuevo en circulación diseños antiguos y de calidad. En muy poco tiempo jóvenes creadores y diseñadores lo bajaron de las pasarelas para llevarlo a las esquinas. Tras entrar a saco en los bajos fondos de los armarios de mamá y de la abuela, con imaginación y maña, la moda vintage del barrio se sitúa a medio camino entre el chic y el kitsch, entre la ropavejería y la boutique con unas gotas de sentido del humor. Hay quien se pasa: el otro día oí quejarse a un joven cliente que había pagado 60 euros por una camiseta, auténtica, del Naranjito, aquella impresentable mascota futbolística que en un día ya lejano hizo sonrojarse a todos los modernos y postmodernos locales.

Hay tiendas vintage y casas de comidas vintage y cafés vintage con muebles reciclados de los contenedores más cercanos en anárquico batiburrillo, ostentosos papeles pintados al estilo de los sesenta, flores artificiales y parafernalia preferentemente de los años cincuenta y sesenta. Escay, formica y flores artificiales. El vintage es una moda muy útil para tiempos de crisis y lo bastante ecléctica como para incluir en el mismo menú los callos a la madrileña y la tarta de arándanos.

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