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Reportaje:DEBATE

Positivismo semántico

José Luis Pardo

Las modificaciones léxicas políticamente inducidas son un terreno ideal para rastrear los síntomas de nuestra propia situación social que las manipulaciones interesadas del lenguaje intentan colar de tapadillo. Tomemos como ejemplo la reciente creación del Ministerio de Ciencia e Innovación, que es síntoma de un aire de los tiempos que afecta por igual a todas las fuerzas políticas y que no depende de personas particulares. Reparemos únicamente en la operación semántica que se oculta tras esta novedad administrativa, y en la circunstancia colectiva a la que responde. Es seguro que a los autores de la fórmula "ciencia e innovación" les guiaba el loable deseo de acabar con el secular desprecio por la ciencia del que tanto se ha acusado a nuestra cultura y el de revestirla con un halo de prestigio social. Pero nótese la estrategia lingüística seguida para ello: se ha descompuesto el tradicional sintagma "educación y ciencia" para buscarle a esta última un mejor partido, la "innovación". Es decir, que subyace a la nueva construcción el supuesto de que al menos una de las cosas que fomentaba el descrédito de la ciencia era precisamente su asociación con la educación, y en concreto con la figura del "profesor" o, peor, del "maestro" (una palabra que reúne dos rasgos semánticos tan embarazosos como "autoridad" y "salario de hambre"). Las razones de ese vínculo deshonroso son variadas, pero es probable que la lamentable condición en que se encuentra la enseñanza pública en muchos lugares de nuestro país haya contribuido a que el término "educación", tras su divorcio forzado de la "ciencia", haya venido a formar pareja de hecho con la "política social", viéndose así mancillado por el estigma que siempre comporta el ser cosa de pobres (no nos extrañemos luego de que haya crisis de vocaciones y de que nadie quiera ser considerado "alumno"); Juan Carlos Rodríguez Ibarra, en EL PAÍS del 2 de julio (¿Crisis económica o de modelo?), proponía lavar esta mancha con una nueva enmienda lingüística: abandonar el gastado vocablo "profesor" y sustituirlo por el más lustroso de "agente organizador" ("animador cibernáutico" podría ser otra posibilidad).

El caso es que, asociada a "educación", la palabra "ciencia" sonaba demasiado a mucho estudiar, a mucho experimentar y a catedráticos extravagantes como cierto personaje de Jerry Lewis, muy capaces de inventar cosas tan impopulares como las bombas atómicas. En su afán de huir -para no crear alarma social, como diría un personaje de El Roto- de la ominosa expresión "crisis", el presidente del Gobierno considera (en entrevista concedida a EL PAÍS del 29 de junio) que la discusión sobre el uso de este término es "un debate académico"; podría haber dicho "una mera cuestión de palabras", pero no: dice debate académico. Es decir, que los académicos no son los científicos -las gentes que se tratan con la realidad de la manera más precisa que hemos llegado a alcanzar-, sino una especie de sofistas o de teólogos escolásticos que se pasan el día discutiendo de palabras ("crisis", "nación", "miembra") sin llegar nunca a conclusiones definitivas a causa de su apego al indeterminismo popperiano. ¿Quiénes son, pues, los que se tratan con las cosas y no pierden el tiempo en debates interminables? ¿Quiénes son los verdaderos científicos liberados de connotaciones educativas y semánticamente coaligados con la riqueza? Sin duda, son los "agentes organizadores" de la sociedad, es decir, los empresarios. Si a la ciencia se le quitan las implicaciones de la enseñanza y se le añaden las de la empresa tecnológica, desaparecen todas sus connotaciones enojosas y se convierte en algo deseable. De ahí que, fuera de contextos ceremoniales, nadie use ya el término "ciencia" y que, pese a la presunta pereza prosódica del hablante-tipo, haya sido sustituido por el eufónico "i más dé más i", que concentra toda clase de signos sumatorios de positividad y de atributos amables; "investigación": hasta la prensa del corazón y otras vísceras recibe un baño de eufemismo cuando se convierte en "periodismo de investigación"; "desarrollo": lo contrario es el subdesarrollo, y ya hemos dicho que la pobreza es una mala compañía semántica; e "innovación", la reciente compañera de la ciencia, significa "innovación empresarial", conocimiento que, en vez de dolores de cabeza, da dinero (¿no es para eso para lo que mandamos a nuestros hijos a las universidades, para que aprendan a ganar dinero?). He aquí cómo el poder mágico del lenguaje permite, sin mermar las arcas públicas, convertir al frikerío de funcionarios apoltronados y estudiantes absentistas en una elite de empresarios de éxito e investigadores radiantes. El lenguaje no podrá evitar, desde luego, que la Universidad se someta a la lógica y a las necesidades de las empresas, cerrando o pauperizando los establecimientos improductivos del sector humanitario, que la enseñanza se transforme en entrenamiento de empleados dóciles, que los debates académicos sean sustituidos por asientos contables y que los viejos principios de la Ilustración, como la verdad y la justicia, se suplan con ajustes financieros y zonas wi-fi. Pero, ya que hemos de tragar píldoras como ésta, no utilicemos términos desapacibles, que ya están las cosas demasiado feas como para que encima aumentemos nuestros padecimientos llamándolas por su nombre. Manuel Rivas (Lo común, EL PAÍS del 28 de junio) ha escrito que "España necesita lexemas de simpatía", y nadie puede discutirle su jurisdicción en este terreno. Carlos Carnero (EL PAÍS, 30 de junio) ha censurado a Juanjo Millás por utilizar lexemas antipáticos para criticar la muy progresista (y, por tanto, positiva y simpática) directiva del retorno de inmigrantes -otros que siempre se ponen negativos- recién aprobada por la Unión Europea. Y hasta Gianni Vattimo, en su "autobiografía a cuatro manos", se pregunta si su enfado con el mundo actual se debe a que su lenguaje es el de un cascarrabias septuagenario o si acaso será verdad que la derecha italiana practica la política de la desvergüenza y que la izquierda que se le opone es oportunista, pusilánime y paralítica (qué Dilema, D'Alema). Ya lo decía el padre Jesús Urteaga en la televisión franquista: "Siempre alegres para hacer felices a los demás".

Ilustración de Fernando Vicente.
Ilustración de Fernando Vicente.

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