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Columna
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De imperial a vulgar

Por la Gran Vía, arteria principal de la ciudad de Madrid y del corazón de los madrileños, transita nuestra memoria. Mi primer gran recuerdo de la Gran Vía es el del cine Imperial, donde pasé las tardes de los sábados de mi infancia viendo todas las películas de Walt Disney que forman mi imaginario cinematográfico de esos años: por encima de todas, Peter Pan y El libro de la selva, pero también La dama y el vagabundo, Los aristogatos, Winnie the Pooh, Bambi, Dumbo, Alicia en el País de las Maravillas, Pinocho, Mary Poppins, Merlín, Mickey Mouse. Aunque ahora pueda parecer que lo digo por decir o por razones obvias, me gustaban mucho menos las de príncipes y princesas, sentía mucho menos interés por el destino de la Bella Durmiente que por lo que pudiera sucederle a 101 dálmatas y apenas me impresionaban unas hermanastras cenicientas en comparación con el temible Capitán Garfio o la pérfida Cruella de Vil. Chitty Chitty Bang Bang fue un hito en mi vida. Lo sigue siendo.

Íbamos al Avenida, al Lope de Vega, al Rex. Hoy son o van a ser tiendas de ropa

Los sábados, mi madre y yo comíamos muy pronto, generalmente en la cafetería Flandes de la calle de la Princesa, donde yo me pedía un plato combinado de esos que llevaban ensaladilla rusa, o en el autoservicio Topic's de la plaza de los Cubos, donde me encantaba levantarme varias veces a llenar la bandeja, aunque después lo dejara casi todo. Era un sitio que nos parecía muy moderno. En cualquier caso, nos íbamos acercando a la Gran Vía y después de comer enfilábamos hacia el cine Imperial. Urgía llegar cuanto antes, pues quedaba mucha cola por hacer, incluso de horas, para comprar las entradas. Si había suerte y la cola era rápida, antes de que empezara la película tomábamos un batido en la cafetería Manila o en Nebraska. Una vez dentro del Imperial, nos esperaba otra cola: la de las palomitas y el Toblerone. Y luego entrar a la sala de butacas entre el bullicio de un montón de niños, coger el sitio, preguntar cuándo empieza, esperar y esperar. En el momento en que se apagan las luces y los niños empiezan a aplaudir, empieza otra vida para mí, mucho más feliz. Hoy el Imperial es una tienda de ropa de una de las cadenas especializadas en consumismo textil que han invadido la Gran Vía, no recuerdo si Berska o Stradivarius o Lefties o Zara. Algo así.

Para cuando mi madre y yo empezamos a ir al cine Azul las cosas ya habían cambiado, sobre todo entre nosotras. En el Azul vimos algunas de Bergman, como El huevo de la serpiente o Secretos de un matrimonio. Eran, como se ve, tiempos menos felices que los del Imperial, aunque lo compensábamos yendo al Pompeya a ver todas las de Woody Allen. Hoy el cine Azul y el cine Pompeya son restaurantes. También íbamos al Avenida, al Lope de Vega, al Rex, al Palacio de la Música. Hoy son o van a ser tiendas de ropa o restaurantes; algunos pasarán a ser un centro comercial. Si hace unos años el Ayuntamiento impidió por ley que esas grandes salas de cine se reconvirtieran en multicines, lo que al menos habría conservado su destino de proyección cinematográfica, ahora permite que se reconviertan en cualquier cosa, con lo que ya no se protege ni el patrimonio arquitectónico ni el de la actividad. Al menos, el mítico Palacio de la Música, que cerrará el próximo 15 de junio, se convertirá en el segundo Auditorio de Madrid, dicen.

Dice Ruiz-Gallardón que el ocio siempre ha estado vinculado con el comercio. Cierto. Cuando mi madre y yo íbamos los sábados por la tarde al cine Imperial, deseando llegar cuanto antes (imagino que sobre todo yo), nos permitíamos pararnos en el enorme escaparate de la Casa de las Muñecas, porque había casas de muñecas como las antiguas pero mucho más grandes y completas y, sobre todo, cantidad de peluches gigantes y de animales que no tenían en ningún otro sitio. Mi madre también se paraba a veces un momento a ver el escaparate de la zapatería Lurueña. Pero si algo hacía de la Gran Vía una calle esencial, una arteria por la que habría de circular nuestra memoria, era su variedad. La Gran Vía, conocida como el Broadway español, era un mundo, rico y diverso. Al paso que vamos, sin embargo, será la mayor sucursal de Inditex. O de quien sea, pero algo así. Han democratizado la moda, dicen. Y Broadway es una sucesión de grandes locales que han destruido su decoración interior original, a veces muy antigua y valiosa, imperial, para poner tiendas de camisetas de manga corta, de manga larga, de tirantes, camisetas de cuello redondo, de cuello de pico, de cuello a la caja, camisetas de todos los colores. Parecidas, similares, idénticas, las tiendas y las camisetas. Vulgares.

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