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Columna
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Tertius gaudens

Pronto un evento se celebrará en Valencia. Habrá gente que dispute para no perder el podio y habrá gente que espere dar un vuelco a la clasificación. Unos y otros se la juegan, pero también se libra el futuro de la propia competición. Habrá seguidores dispuestos a concurrir. Habrá periodistas preparados para relatar los hechos. Ese evento tiene mucho de espectáculo: por el lastre que unos y otros deberán soltar.

Habrá rivales en competición. Unos exhibirán su poderío; otros se conformarán con la promesa del porvenir. Más aún, tal vez veamos a gentes del mismo equipo enfrentándose. Justamente por eso: la tropa está desarbolada y falta un mandamás.

Por ser una competición tan ruidosa, tan televisiva, las rivalidades internas siempre han despertado el interés. Así, esa liza interna está siendo relatada como un cuento de emociones y de sentimientos: de ambición, de éxito, de fracaso, de rabia, de drama y de comedia. No hay como un feroz combate para animar a los espectadores, conscientes de estar asistiendo a la batalla primordial. El público sabe que es un juego de suma cero, un lance en el que no se puede perder dulcemente: el aspirante ha de acelerar cuando los rivales reducen, pero sin pasarse de frenada; ha de amagar para al final rebasarlos por donde menos lo esperan; ha de hacer fintas para embaucarlos. Ya lo vimos en la temporada pasada. ¿Recuerdan?

Rajoy sería el monarca que ve peligrar su corona y sus dominios por la codicia de los herederos

Por un lado, tuvimos a una persona competidora, alguien que sabía jugársela dando hachazos: osada, incluso insolente, con esa temeridad de que hacen gala los decididos. Pero a esa persona la vimos equivocarse escogiendo mal el momento del golpe: se le notaban sus ambiciones, su imprudencia. Por eso, a pesar de que sabe enfrentarse, su posible liderazgo aún despierta muchas antipatías: en todo cuento hay siempre un villano y a esa persona le toca encarnarlo.

Por otro lado, tuvimos a quien todos adoraban, o eso parecía: a ese individuo que respetaban incluso las gentes de los equipos rivales. Representaba el papel del hombre bueno, avispado y tímido, aquel que, sin embargo, no ocultaba su desdén hacia los compañeros beneficiados por el patrón. Su comportamiento fue algo tosco, el de quien se sabía destinado a mayores metas.

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Las figuras estaban bien perfiladas: la persona malvada y el tipo admirado. Ambos deseaban lo mismo, pero ambos fueron igualmente frenados. No había reparto posible del reino: solo uno de ellos podía aspirar al trono y esa poltrona fue ganada por un tercero en disputa. En los términos de la sociología de las coaliciones hay un nombre para esa salida inesperada: tertius gaudens. Un tercero vigila el desarrollo de la disputa y justo cuando nadie lo espera se inmiscuye obteniendo el triunfo, apartando a aquellos para quienes solo era comparsa.

¿Creen que les estoy hablando de la Fórmula 1, de ese certamen automovilístico que acabó ganando el piloto de Ferrari? ¿Creen que les estoy hablando de la carrera que se disputará en Valencia? Relean lo anterior. Podrán comprobar que me refiero al Partido Popular, a las rivalidades entre Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón, con Mariano Rajoy en el centro. Podrán verificar qué es lo que les sucedió en la pasada temporada y qué les podrá ocurrir ahora a pesar de que siguen corriendo en la misma escudería. Esta historia podemos leerla en clave de folletín, que es lo que hace la periodista Lucía Méndez en Duelo de titanes.

Pero podemos recrearla de otro modo: con un drama de Shakespeare, El rey Lear. Mariano Rajoy sería el monarca que ve peligrar su corona y sus dominios por la codicia de los herederos. En un primer momento impide que lo destronen. En los cuentos, los héroes triunfan, los villanos caen derrotados, los traidores reciben su merecido, y el pueblo muestra su contento. ¿Quiénes ejercen esos papeles en esta historia? ¿Quién es el héroe, pero sobre todo quién es el tapado dispuesto a arrebatar el podio? En Duelo de titanes, Lucía Méndez recoge un chisme que es una predicción. Según parece, hay un vaticinio que se viene cumpliendo si repasamos la fecha de nacimiento de los presidentes del Gobierno (1934, 1942, 1953, 1960), una progresión generacional. No me pidan que la detalle. Bastará decir que si la aplicamos a los contendientes del PP entonces está claro quién será el ganador de ese choque. Ni Gallardón (1958) ni Aguirre (1952): será Francisco Camps (1962). Eso concluye Lucía Méndez.

No es preciso aceptar estos vaticinios, a los que por cierto era muy propenso el propio rey Lear. Tampoco es necesario abandonarse a las supersticiones, como hacen algunos pilotos. Pero convendremos en que Mariano Rajoy no lo tiene fácil para conservar el reino. Quizá con él estemos asistiendo otra vez a la historia concebida por Shakespeare. ¿Recuerdan? Si Rajoy es un rey Lear ya envejecido que se equivoca con sus hijas, unas malvadas y ambiciosas y otra buena y casadera, cabría preguntarse qué papel desempeñan Alberto y Esperanza. ¿Quiénes son aquí Cordelia, Goneril o Regan, las hijas de Lear? El rey se confunde: Cordelia es tierna, mientras que Goneril y Regan son codiciosas. Todas mueren, como también muere Lear. Sobrevive, sin embargo, un tercero igualmente ambicioso e imprevisto: un corredor de fondo. No les diré quién: solo que tertius gaudens.

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