Democracia para cabreros
Casi con toda seguridad mis padres habrían dicho que éste era un caso de indudable mala educación, pero al repetirme un par de veces esa frase, "mala educación", he percibido hasta qué punto es un juicio rancio, arcaico, desprovisto ya de sentido. A lo más que puede aspirar es a una sonrisita condescendiente por parte de la gente de mi generación que la considera un rasgo típico de la vieja burguesía. La nueva burguesía, los que ahora imponen su modelo de conducta, es muy distinta. Por ejemplo, la educación, buena o mala, le importa una higa.
Para mis padres, que un parlamentario llamara "cabestro" a un colega vendría a ser el regreso de las viejas trifulcas republicanas en las que el insulto y la sal gorda arrancaban carcajadas y manotazos en la espalda de los conmilitones. En las memorias de Azaña hay cientos de espectáculos de esta calaña, los cuales abatían al pobre hombre. Setenta años más tarde ya no es una prueba de mala educación o de barbarie por parte de un animal serrano ascendido a diputado, sino un signo de identidad. El que insulta es un vasco en representación de unos miles de vascos y el insultado es un español que representa a varios millones de españoles. El insulto es un modo de destacar la independencia del vasco (en realidad, su impotencia), frente al enemigo español. Porque en la semidemocracia española no hay adversarios sino enemigos y por lo tanto la repelente costumbre de insultar no es otra cosa que la consecuencia de la obligación de odiar. ¡Cómo se odia en los parlamentos! Y no sólo en los parlamentos.
Predican con el ejemplo esos diputados que convierten el Parlamento en patio de penitenciaría
Nos inducen un miedo que genera odio, y el odio provoca crispación
Hace pocos días un amigo pasó por Madrid para conocer a la hija de unos colegas, una cría de tres años. Se citó con ellos en un restaurante de purpurina y aunque él es fumador pidió una mesa para no fumadores. Cuando se sentaron, todo el mundo fumaba a su alrededor. La niña tiene problemas de asma de modo que mi amigo acudió al encargado y le pidió otra mesa sin tanto humo. La respuesta del maître, un chico arreglado a la usanza chic hortera, le dejó helado: "Pero ¿usted ha venido aquí a comer o a tocar los cojones?". Paralizado por la baba de odio que goteaba de aquella boquita, se retiró desolado. Seguramente es una consigna del gremio, porque no es la primera vez que la oigo.
En realidad el encargado del local no hacía sino obedecer lo que está mandado. Si Carod puede decir: "Los de Madrid nos mean encima y dicen que llueve" y recibir aplausos. Si Rubianes depone: "Ojalá que les exploten los cojones a los españoles" y le jalea el mundo oficial catalán. Si cualquier diputado puede dirigirse a sus colegas en el parlamento como si estuvieran en el patio de una penitenciaría, entonces lo normal es que cunda el ejemplo.
Basta con encender la televisión en España para ver series que no tienen equivalente en el mundo. Los comisarios dicen constantemente: "Me cago en la hostia"; los policías: "Te voy a cortar la polla"; los galanes: "¿Ya te las has follado? ¡Mira que eres jodido!", y así sucesivamente, como si estuvieran en el reformatorio. No es el lenguaje de la gente común, es el modo de hablar de la nueva burguesía, de los actuales dueños de la imagen pública. Su estilo se difunde por todos los medios de persuasión, especialmente los dirigidos a la gente joven. Una nueva burguesía enriquecida con el odio impone su modo de entender la vida en sociedad así como la antigua impuso el sombrero.
Insisto en que el deje burgués de este modo de exigir respeto humillando al prójimo no tiene nada que ver con aquella "mala educación" antigua, sino con el odio. Y el odio está provocado por el miedo. Quienes así agreden a sus semejantes son gente que pasa mucho miedo porque sabe cómo se las gastan los dueños de la imagen pública. Se percatan de cómo está el patio, cómo los padres de la patria hacen pedagogía del rencor y lo subvencionan alegremente, cómo los periodistas, comentaristas, opinadores ligados a algún poder escupen veneno, constatan el éxito de los héroes de la pornografía sentimental y lo bien remunerada que está la navaja oxidada metida en la riñonera. ¿Cómo no van a tener miedo? De manera que simulan ellos también ser psicópatas, sicarios, navajeros o quinquis. Imitan lo que ven, la indiferencia ante el sufrimiento y la humillación ajenos. Así nos advierten, al modo del jovencito del restaurante madrileño, "No me toques los cojones o te hundo una faca en el ojo". Ese muchacho estaba espantado, pero había aprendido a defenderse en las cadenas de la televisión, en el parlamento, en los periódicos, en los suplementos juveniles, en el bendito cine español. Sabe que en España sólo hay un modo de hacerse respetar: que te tengan miedo, que les hagas temblar. De modo que se disfraza de bárbaro y ataca antes de que le ataquen.
Esta situación de terror reciclado en chulería agresiva (lo que con mucho optimismo suele denominarse "crispación") es lo único que puede explicar el lado complementario, la bondad oficial y angélica (única en Europa) que la sociedad acomodada muestra hacia los débiles, los vencidos, los perdedores, los que se extinguen, los desdichados. A nadie le importa la justicia, de ella no se habla jamás, sólo de la bondad. Un país tan bronco, tan incapacitado para la justicia, no tiene otro recurso compensatorio que una bondad etílica dirigida a cualquier excepción étnica, sexual, fisiológica, religiosa, artística, lingüística, zoológica o económica. Una bondad gratuita que esconde la dentadura del depredador. Aquella España despiadada, de corazón de piedra y cerebro de corcho, aquella nación de cabreros como la llamaba Gil de Biedma, la que mantenía en la miseria a la mayor parte de la población y calmaba su rencor haciendo obras de caridad, ha mudado de traje, pero no de alma.
A mi modo de ver, en nuestra semidemocracia el sentido de la justicia y de la responsabilidad (lo que mis padres y Azaña llamaban "buena educación") se ha reducido a una especie de ecologismo vaporoso que dice proteger todo aquello que no dé miedo y que no amenace el poder sobre personas y cosas.
La bondad establecida, por tanto, se limita a aquellas personas o cosas que no amenazan su dominio. Tullidos, niños, enfermos, etnias, minerales, animales, vegetales o lenguas en trance de extinción, es decir, lo que carece de fuerza reivindicativa, lo que es tan débil que ni siquiera puede exigir justicia, ése es el objeto de la bondad oficial.
La justicia exige trabajo, estudio, disciplina e inteligencia. La bondad sale gratis y es cosa del sentimiento, el cual, como es bien sabido, no cuesta un duro. En consecuencia, ya que es imposible ser justos en España, seamos bondadosos con todo aquello que no nos asuste, que no nos amenace, que esté ya medio muerto.
Al resto, en cuanto se descuiden les cortamos los cojones.
Félix de Azúa es escritor.
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