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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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El camino de Mantua

Enrique Vila-Matas

199 años se cumplen este domingo, 9 de septiembre, del nacimiento de Cesare Pavese. Los números 99 y 9 no son muy redondos, lo cual me relaja. En la radio del coche suena Back on the chain gang, de los Pretenders, y el relajamiento se va viendo envuelto en una atmósfera melancólica. Estamos cruzando el Piamonte y nos dirigimos a la Lombardía, a la ciudad de Mantua. Hace un rato estuvimos a punto de desviarnos a Santo Stefano Belbo, el pueblo natal de Pavese, sólo porque el otro día alguien vio en el Financial Times que alquilaban la casa natal del escritor. ¿La alquilan para turismo rural? Por muy poco, no nos hemos desviado. Pero finalmente hemos seguido hacia Mantua y he aprovechado entonces para contar la historia de un famoso escultor vasco que, cuando estaba solo y se aburría por las tardes en su casa de siempre (su casa natal), colocaba un cartel en la puerta donde decía: "Se vende". Y se quedaba fumando un cigarrillo, asomado a la ventana principal, esperando. Era su manera de ir en busca de una conversación que llenara la tarde. Porque siempre terminaba encontrando a alguien que, conocido o extraño, se interesaba por la venta del caserón. Yo creo que vender tu casa natal (aunque sólo lo hagas mentalmente) es una buena forma tanto de liberarse de cargas nostálgicas excesivas como de encontrar buena gente para pegar la hebra.

2 101 años del nacimiento en Belluno del gran Dino Buzatti. Cada vez más cerca de Mantua, me acuerdo de un espacio tan prodigioso como imaginario llamado Límite, donde Buzatti, escritor de origen rural como Pavese, desarrolló el tema de la espera (su inquietud favorita) en su primera novela, Bàrnabo de las montañas, donde enmarcaba su historia de hondo calado metafísico en una cordillera imaginada a la que puso el nombre de San Nicola. Este espacio novelesco nos era descrito con una tan asombrosa exactitud de geógrafo que todo el mundo creía que era real. En octubre se cumplirán 101 años de su nacimiento en Belluno. Dedicó su primera novela a su gran pasión por la montaña. Luego vendrían otros libros, donde también había personajes en eterna espera. El desierto de los tártaros fue el más conocido de todos. Como antes con el escultor vasco, he aprovechado la circunstancia para comentar algo, y he dicho que noto a faltar un libro sobre los diferentes autores literarios que trataron el tema general de la espera en relación con el desasosiego y la interrogación metafísica. Nerval, Breton (Nadja), Julien Gracq, Kafka, Coetzee (Esperando a los bárbaros), Juan Benet (En la penumbra), Beckett y demás séquito.

3 97 años cumplió este pasado julio Julien Gracq, que sigue viviendo en su casa natal de St Florent-le-Vieil, a orillas del Loira, ajeno al mundanal ruido. El mar de las Sirtes sigue siendo su gran novela sobre la espera. El vagabundeo libre y a veces anticipatorio de Nerval, la configuración psíquica tormentosa de Rimbaud, los signos exteriores procesados por una mente sesgadamente surrealista, todo eso forma parte de la configuración de ese inolvidable libro publicado hace ya más de medio siglo. Cuando lo percibimos ahora tan contemporáneo, comenzamos a explicarnos las reacciones de estupor o de altivo menosprecio que provocaron sus innovadoras bacterias literarias entre los supuestos genios que triunfaban por aquellos días -eran tiempos modernos- de 1951, el año en el que apareció el anticuado libro de Gracq y fue premiado con aquel legendario Goncourt que rechazó.

Una tenebrosa intuición de futuro está extrañamente agazapada a lo largo de la luz fría de Sirtes y de la morosa espera que cruza toda la trama de esta novela, que parece percibir el futuro; es decir, parece visionar las densas nubes oscuras sobre Occidente, nuestro tenebroso ahora. Toda la novela es una sorprendente aproximación a lo que nos está sucediendo actualmente, es la narración de una espera y el anuncio de un renacimiento que nunca llega, una historia de iniciación que oscila entre el secreto y una posible revelación, que, a través casi siempre del enfrentamiento con la muerte, resulta ser al final la revelación del propio relato en sí; es decir, la triunfal afirmación de la literatura sobre el mundo.

4 95 años habría cumplido a finales de este septiembre Michelangelo Antonioni. Cuanto más nos acercamos a Mantua, más lo hacemos también a Ferrara, su ciudad natal. Pienso en La aventura (1960), película que será siempre discutida y que a mí nunca dejará de fascinarme. Abrió caminos a autores que vinieron después y que también he admirado, como Wim Wenders. La aventura fue un filme metafísico que en su momento representó una manifestación nueva del lenguaje cinematográfico. Siempre me llamó la atención la historia de su complicado rodaje. Es una historia que Julien Gracq, por ejemplo, habría podido convertir en una novela en torno al tema del tiempo muerto y la espera. Porque el rodaje tuvo problemas con el productor y huelgas del personal, pero el incidente que considero novelable llegó cuando los actores, los técnicos y el director quedaron atrapados varios días en la Isla Blanca, sin posibilidad de escapatoria, rodeados de un mar tempestuoso y sin nada para comer o abrigarse. Quedaron allí a la espera de que amainara el temporal y en realidad a la espera de todo.

Finalmente hemos llegado a Mantua, donde densas nubes oscuras se están extendiendo aceleradamente por el cielo. La atmósfera, pesada, va volviéndose irrespirable. Retumba, contundente, un trueno lejano. Quedamos a la espera, tensa, de la lluvia. Y de los acontecimientos.

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