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Columna
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Navarra

Enrique Gil Calvo

Se reanuda el curso político, tras un verano que ha transcurrido de modo más apacible de lo previsto. Es verdad que ETA ha conseguido volver a atentar tras muchos intentos fallidos, pero lo ha logrado con tantas dificultades que no consigue transmitir la imagen de temible fortaleza que se precisa para condicionar la agenda. De este modo se desinfla también el principal argumento del PP, que ahora basa toda su oposición en la hipótesis de que el fallido proceso de paz no habría hecho más que fortalecer a los terroristas. Y si ahora resulta que no ha sido así, el PP se queda sin discurso.

Esta pérdida de la iniciativa por parte de la oposición explica que hayan pasado a ocupar el primer plano del escenario otros temas secundarios, habitualmente pasados por alto. Algunos de ellos carecen de verdadera enjundia, como sucede con la enésima oferta de Gallardón para encaramarse al liderazgo del PP, evidentemente destinada a fracasar hoy por hoy (otra cosa muy distinta sería si el año que viene Rajoy perdiese por muchos votos las elecciones). Pero ha habido dos temas oscuros que podrían convertirse en verdaderas cargas de profundidad, pues ponen en tela de juicio la retórica política del actual Gobierno socialista. Me refiero, claro está, al gran apagón barcelonés y a la rebelión del socialismo navarro.

En principio, la resolución de la crisis navarra de ingobernabilidad, abierta por unos resultados electorales imposibles de conciliar, parecía satisfacer con éxito el habitual diseño de la marca Zapatero, refinadamente maquiavélico: un diseño que en otras ocasiones he calificado de equilibrista o funambulesco. En efecto, como es sabido, la estrategia radical del Partido Popular es que quiere provocar la polarización de España para empujar a Zapatero al otro extremo del espectro, donde se quedaría encerrado y enredado con las minorías antisistema: nacionalistas, izquierdistas, independentistas, etcétera. Y para escapar de esa trampa, Zapatero tiene que lograr la cuadratura del círculo, quedando en tierra de nadie y caminando por la cuerda floja entre los fuegos cruzados del PP y los secesionistas, algo que hasta ahora ha sabido conseguir con éxito. Así ocurrió con la crisis del Estatuto catalán, en la que Zapatero logró pactar con Artur Mas una posición intermedia que era rechazada tanto por el españolismo del PP como por el independentismo de ERC. También ha pasado algo parecido en el País Vasco, donde Zapatero ha logrado entenderse con el transversalismo de Imaz pactando una posición equidistante entre el españolismo del PP y el independentismo de Ibarretxe, EA y Batasuna. Y aplicando el mismo diseño, el funámbulo Zapatero ha querido hacer lo mismo en Navarra, pactando con UPN un arreglo equilibrado que le permitiera escapar tanto del españolismo del PP como del vasquismo de Nafarroa Bai: de ahí las contrapartidas que ha venido ofreciendo Miguel Sanz (separación parlamentaria del PP, retirada del recurso contra la Ley de Dependencia, tolerancia del aborto quizá). Pero con lo que no contaba Zapatero era con que se le rebelasen las bases navarras del partido socialista, que como antes les pasó a los socialistas catalanes se habían tomado al pie de la letra la oferta de Zapatero de respetar y hacer cumplir la voluntad de los navarros.

Aquí es donde está el problema: en la deriva hacia el confederalismo a la que ha conducido la peligrosa oferta de Zapatero de multiplicar el autogobierno de la España plural. Dejándose llevar por esa idea, los socialistas navarros, como antes los catalanes, reclaman hoy poder cumplir su propia voluntad territorial, con independencia de las consecuencias que ello pueda tener en el resto de España. Un sentimiento éste que también está detrás del malestar de los catalanes ante sus fallos infraestructurales, de los que sólo saben culpar a España y a los españoles. De ahí que ahora el aprendiz de brujo Zapatero pretenda recuperar la identidad unitaria vendiendo la marca Gobierno de España. Aunque quizá sea ya demasiado tarde.

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