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Reportaje:Retratos de víctimas de la carretera

El milagro del motorista tozudo

A Diego le dijeron que no volvería a andar tras un accidente. Cinco años después, ya conduce

El médico entró en la habitación del hospital, se sacó una nuez del bolsillo, la hizo añicos con un martillo y se la plantó delante de sus narices: "Mira chaval, esto son tus tobillos. Te vas a pasar la vida en una silla de ruedas". Diego Ariel Ale acababa de sufrir un accidente de moto que le destrozó las extremidades inferiores y la columna, y se derrumbó. Si hubiera podido levantarse de la cama, probablemente habría llegado a las manos con aquel doctor "tan cabrón". Cinco años después, a punto de cumplir la treintena, Diego se conformaría con demostrarle que se equivocaba. Que no sólo ha vuelto a andar, sino que su minusvalía no le ha impedido retomar su verdadera pasión: montar en moto.

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Hasta ese día, la vida de Diego no era muy distinta de la de cualquier joven argentino que emigró a España huyendo de la crisis económica. En su país era diseñador gráfico, aunque cuando se instaló en Málaga aprendió a sobrevivir a base de trabajos de poca monta en bares y chiringuitos. Cuando llevaba siete meses en la Costa del Sol, su situación económica había mejorado y su novia de entonces le propuso comprar a medias un vehículo. "¿Qué quieres, un coche o una moto?", le preguntó. Diego, que en Argentina había practicado motocross y conducido todo tipo de máquinas, no se lo pensó.

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La elegida fue una Honda CBR de 600 centímetros cúbicos. Una moto deportiva, potente, de la que no se bajaba en todo el día. Aquella fue una semana lluviosa, y su compañero de piso le recomendó que fuese a trabajar en taxi. Pero él no hizo caso: "¡Los moteros vamos en moto, llueva, truene o haga sol!", le respondió. Se montó en la CBR y salió a la calle. Luego paró en un semáforo. Estaba rodeado de coches y quiso salir el primero. Al meter segunda, la moto patinó sobre una línea blanca y se deslizó hacia un coche. La chica que lo conducía gritó. Diego tocó el freno y dio una vuelta de campana. Se agarró con todas sus fuerzas al manillar, pero sintió como si alguien lo cogiera de la cintura y lo arrastrara a toda velocidad contra la pared que dividía los carriles. Entonces notó un golpe seco. Y mucho dolor. Se había deshecho los tobillos, las piernas y la columna. Los médicos le aseguraron que el impacto fue comparable a lanzarse de pie desde un octavo piso.

El accidente no terminó ahí. Intentó levantarse apoyando las manos en el suelo. Fue un error, porque se quebró las muñecas. Rendido, se desplomó y se rompió la cadera. Después, los sonidos fueron apagándose, "como al final de una película". Y sintió "una paz terrible". Se estaba muriendo desangrado.

Diego salvó la vida porque llevaba puesto el casco y porque los médicos que le atendieron, seis en total, le operaron a tiempo. Pero se convirtió en uno de los 1.500 lesionados medulares que se producen al año en España. Y los doctores le dijeron que no volvería a caminar. Por eso sólo guarda buen recuerdo de uno de ellos, el que le intervino de la espalda. Fue el único que decidió enviarlo de Málaga a Toledo, al Hospital Nacional de Parapléjicos. Un centro especialmente preparado para rehabilitar a los lesionados medulares. Y repleto de chavales como Diego, de jóvenes que se quedan parapléjicos tras estrellarse en la carretera. El 40% de los pacientes ingresa en el hospital por culpa de un accidente de tráfico. Una de cada tres víctimas son motoristas.

"Acá no se cura a la gente", dice Diego señalando el hospital. "Te enseñan a afrontar la vida ahí afuera, a manejarte con la silla de ruedas, a rehabilitarte". En su caso, todo salió perfecto. Mejor de lo que nadie esperaba. Llevaba cinco meses postrado en la cama, sin poder mover ni las cejas. Por suerte, es un tipo tozudo. Todos los días forzaba los dedos de los pies, a la espera de que un movimiento, por mínimo que fuese, le devolviera las esperanzas. "Era como un instinto animal; algo me decía que si meneaba los pies, después vendría lo demás". Y un buen día, los dedos se movieron. "Los de la pierna izquierda, la que menos siento". Diego llamó a gritos al enfermero y a su padre, que rompió a llorar cuando vio lo que hasta ese momento parecía imposible: "Le dije que podía volver tranquilo a Argentina, porque yo sabía que iba a andar". Con el paso de los meses, fue progresando. De la cama a la silla de ruedas, y de ahí a la moto.

Cinco años después del accidente, Diego presume de que su cuerpo sigue evolucionando. Conserva una discapacidad del 80%, pero eso no le impide andar, aunque arrastre una leve cojera. Ni surcar las carreteras con total normalidad a bordo de su nueva adquisición, una preciosa Hyosung, estilo chopper, equipada con un motor Suzuki de 250cc. "Cuando veía una moto por la calle, se me saltaba el corazón. Pensaba que tenía que comprarme una como sea, porque no me sentía completo". Ahora dice que es feliz, que ha recuperado su personalidad y que la moto ha disparado su estado de ánimo. Cuando se siente decaído, sale a dar una vuelta y se le curan todos los males Lo disfruta el doble, dice, porque llegó a pensar que no podría volver a hacerlo.

Diego no se olvida de otras épocas más oscuras. Como cuando salió del hospital y se dio cuenta de que su vida ya no sería la misma. Aún se movía en silla de ruedas y no encontraba trabajo. "Llegas a pensar que es mejor estar muerto. De hecho, intenté suicidarme dos veces", admite. Logró superarlo "estudiando y buscando un empleo". Al final regresó al hospital, no como paciente, sino como vendedor de cupones. Un día, el gerente intentó comprarle uno. Quedó tan impresionado por la labia de Diego -parlanchín hasta la extenuación- que le propuso trabajar para la fundación del hospital. Comenzó colaborando en la radio y la revista que edita el centro. Pero su tarea fundamental era otra: mostrar a los pacientes hasta dónde puede llegar la rehabilitación de un lesionado medular. "Mi cometido consistía en dar esperanzas. Cuando me veían, les daba un subidón".

Desde hace meses, ya no trabaja en el hospital, sino en una imprenta de la fundación. De diseñador gráfico, que es lo que le gusta. Eso sí, nadie se ha olvidado de él. Cuando le ven aparecer en el parque del centro sanitario, se le acercan y lo saludan. Todos van en silla de ruedas. Todos son jóvenes. Y todos, al menos los que Diego conoce por su nombre, están aquí por culpa de un siniestro sobre el asfalto. Hay otros, los que no saben quién es este joven melenudo que aparece en el hospital montado en su moto, que le miran mal. Diego interpreta que piensan que viene a fardar, a restregarles por la cara que él puede conducir y ellos no. "Pero la expresión de su cara cambia por completo cuando se enteran de que soy un lesionado medular. Me preguntan: 'Tío, ¿cómo lo has hecho?'". Y espera que su ejemplo les sirva para seguir adelante. "Muchos me agradecen que hable con ellos", concluye.

Diego se pasó cuatro años ayudando a los demás a superar el trance, pero el trato diario con víctimas de la carretera no le ha insensibilizado. En especial cuando el accidente afecta a un motorista, a alguien de los suyos. Y le cabrea que cada vez estén cayendo más. En los primeros siete meses de 2007 han muerto 244 personas que viajaban en motocicleta, el 28% más que en el mismo período del año anterior, mientras los fallecimientos en el total de vehículos descendían un 12%.

El 88% de los moteros que perdieron la vida circulaba con vehículos de más de 500cc, como aquella Honda CBR con la que Diego se fue al suelo en Málaga. "Pero yo me la pegué yendo sólo a 60 por hora, y mira lo que me pasó. La velocidad es muy peligrosa". Sobre todo si, como él comprueba cada vez que sale a la carretera, "hay tanta locura, tanta obsesión por correr, tantos adelantamientos inadecuados y tanto motero que pasa de una máquina pequeña a una grande sin tener ni idea de conducir". Eso sin contar el "poco respeto" de los automovilistas por los vehículos de dos ruedas, ni los peores enemigos de los moteros: los temidos guardarraíles, cuya base cortante causa amputaciones o incluso mata a quienes chocan contra ellos. "Conozco a mucha gente que se ha quedado tetrapléjica por culpa de los quitamiedos. Son matamoteros".

Diego, de todos modos, piensa que los aficionados a la moto, sin dejar de reivindicar mejoras inmediatas en la seguridad vial, también deben "asumir su responsabilidad y no limitarse a echar la culpa a los demás". Porque no le entra en la cabeza que varios de sus amigos, tras quedarse tetrapléjicos, sigan conduciendo el coche "como locos". Él asegura que ahora es mucho más prudente. Por mucho que ame la moto, y siendo capaz de recorrer "200 o 300 kilómetros en un día", prescinde de ella cuando llueve o cuando observa que los neumáticos están desgastados. "Antes no tomaba esas precauciones", reconoce.

Mientras el sol se esconde en Toledo, los pacientes del hospital van retirándose hacia sus habitaciones. Diego los observa y, por primera vez en dos horas, guarda silencio. Acaba de recordar a Pedro, un compañero de excursiones moteras. El pasado miércoles, al salir de una comida familiar, metió gas a su Yamaha R6 y adelantó al coche de su mujer. Minutos después, sus familiares encontraron una de sus zapatillas sobre el asfalto. Había caído por un barranco. Tenía 33 años y ese día engrosó las estadísticas de moteros fallecidos. "Siempre le decíamos que no corriera tanto, que se fijara en lo que nos pasó a nosotros", recuerda Diego. Y entonces se queda con la mirada perdida, como pensando en que él tuvo la suerte de sobrevivir.Desde que comenzó el año, los accidentes de tráfico se han cobrado más de 1.700 vidas y han provocado cerca de 750 heridos graves. Algunos de los afectados han sufrido lesiones medulares, una dolencia que en dos de cada tres casos se origina en la carretera. Dos afectados relatan su experiencia y expresan su preocupación por el drama diario de la siniestralidad vial. Uno de ellos logró volver a andar y a conducir motocicletas después de un accidente terrorífico. El segundo, tras estrellarse con su coche, decidió aprovechar su vocación de médico para tratar a los parapléjicos, y ahora preside la asociación que los agrupa. Ambos reclaman un mayor esfuerzo a las administraciones y a los sectores implicados para aplacar la tragedia.

Diego Ariel Ale, de 29 años, en el parque del Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo, donde estuvo ingresado casi un año. Detrás, un grupo de pacientes.
Diego Ariel Ale, de 29 años, en el parque del Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo, donde estuvo ingresado casi un año. Detrás, un grupo de pacientes.GORKA LEJARCEGI

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