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Columna
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Catenarias

Es una palabra que ha dormido el sueño de los justos durante décadas en las páginas de los diccionarios pero que, de buenas a primeras, como si hubiera resuelto una quiniela, ha pegado un salto hasta las primeras planas de los periódicos sevillanos. Extraño sino el del lenguaje, que se parece a la ropa que vestía mamá en los años setenta y que ya creíamos condenada al limbo de la naftalina y la oscuridad de los armarios: un día una adolescente descubre con pasmo que después de todo esa falda ribeteada no está tan mal o que esa blusa con volantes hace juego con el collar que ha rescatado de un escaparate y el tejido vuelve a la luz, a pasearse de nuevo por el reino de los vivos. No soy ingeniero de caminos y por ello la primera vez que oí la palabra no me despertó más que un circunspecto arqueo de cejas. Aquella misma noche me encerré en mi habitación y caí sobre el Larousse que me ayuda a quedar como una persona culta; allí la encontré, en compañía de una fotografía de filamentos, poleas y rieles. La primera acepción no resultaba obvia y me llevó a sospechar que, como siempre, el principal alpiste de toda conversación acalorada es la ignorancia: dícese de la cadena ganglionar simpática paravertebral. Después de unos segundos de estupor en que creí estar en presencia del doctor House, planeé sobre las líneas siguientes y sí comprendí. Las copio: dícese de un sistema de suspensión de cable conductor que, teniendo que permanecer en contacto constante con el dispositivo de toma de corriente de la locomotora o del tranvía eléctrico, está unido a un cable portante por mediación de hilos sustentados verticales o péndolas. Jamás el género menor de la infraestructura viaria, con esos términos que recuerdan a las portadas góticas, había despertado tanto fervor, inquina, pasiones encontradas como los que ha excitado este modesto vocablo entre los vecinos de Sevilla. No pasa un solo día en que un tertuliano radiofónico no la mencione con voz de referirse a cucarachas o que un político afecto no invoque sus cables como un sinónimo incómodo pero forzoso de la Segunda Modernización.

No es mi intención defender aquí la gestión de Monteseirín en cuanto compete al asunto del Metrocentro y al revuelo de descalificaciones y recelos que ha desatado. Para empezar me pregunto si realmente es necesario un vehículo que conduzca a los jubilados y las personas de movilidad limitada (no se me ocurren otras) desde la Puerta de Jerez a la Plaza Nueva, un trayecto ante el que no protestarían ni los juanetes peor acostumbrados; tampoco apruebo el modo ciertamente chapucero en que los trabajos se han llevado a cabo, deprisa y corriendo para tenerlos concluidos en la fecha de las urnas y aprovechando para las pruebas de licitación esas horas de la madrugada en que las lentes de las cámaras no pueden testimoniar posibles fallos. Pero la crítica sistemática al tranvía y a las dichosas catenarias que trae consigo sobre la base de que en Burdeos el cielo es más limpio y de que ese inocente cableado afea las fachadas de la ciudad me resulta de una miopía desesperante. Quienes critican el metal, el vidrio, el hormigón y la hojalata olvidan que la modernidad empieza en la incorporación de nuevos materiales a la construcción y que su principal efecto sobre la fisonomía urbana es la modificación del paisaje. El mal endémico del sevillano es el miedo a la novedad: tratan a su ciudad como a una joven en edad casadera a la que se obliga todavía a vestir el traje de comunión y que les gustaría ver conservada en el interior de un frasco, de una lágrima de ámbar, idéntica a esas imágenes sepias de las postales que el tiempo no puede dañar porque están hechas de cartón, no de asfalto y aire. Por mi parte, y sin entrar a discutir desmanes y oportunismos, doy la bienvenida a estas catenarias que nos traen al sur una entrevisión de Berlín o San Petersburgo, a la vez que intentan convencernos de que la tradición y el progreso pueden convivir sin tirarse los trastos. Los coches de caballos resultan muy pictóricos y señoriales y permiten apreciar los artesonados de la catedral, pero dejan una estela de boñigas a su paso. No creo que el futuro deba contaminarse con excrementos.

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