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Reportaje:El conflicto de Asia Central

"Nunca había hablado con un hombre"

Después de 25 años de exilio, Lal Bibi y su marido, Gulam Sarwar, regresan a Afganistán para empezar una nueva vida

A través del enrejado del burka, Lal Bibi busca en la mirada de su marido, Gulam Sarwar, un gesto de autorización que le permita responder al hombre (intérprete) que insiste, a instancias de la periodista, en preguntarle sobre su regreso a Afganistán. Lal tiene 25 años, tantos como los que ha vivido en el vecino Pakistán, adonde la llevaron sus padres huyendo de los combates entre los soviéticos y los guerrilleros islámicos. "Mi marido ha decidido volver y si él es feliz, yo también", señala con apenas un hilo de voz.

Los Sarwar -que tienen cinco hijos y esperan que el sexto nazca el mes que viene en su nuevo hogar afgano- emprendieron el camino de vuelta a bordo de un desvencijado autobús que comparten con otras tres familias y sus escasos enseres. Cruzaron la frontera a través del paso de Jaiber, un estrecho desfiladero en el extremo sur de la cordillera del Hindukush, principal vía de conexión entre Pakistán y Afganistán.

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El recrudecimiento de la violencia en el sureste del país no ha frenado el casi continuo flujo de retornados desde 2002. Alrededor de cinco millones de refugiados (unos 3,3 millones en Pakistán y 1,5 de Irán) han vuelto a Afganistán, pero aún hay otros tres millones que se resisten a creer que este país pueda ofrecerles algún día un futuro de paz y progreso.

Gulam, de 33 años, llegó a Pakistán cuando tenía ocho. Allí ha dejado enterrados a sus padres. La precariedad del empleo, la creciente hostilidad de la policía paquistaní y la oferta de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) de 100 dólares por persona a los que vuelven hicieron crecer en él el sueño de una nueva vida en la tierra que le vio nacer.

"Allí no teníamos casa y no la tenemos aquí, pero para pasar calamidades, al menos estamos en nuestro país", afirma. Gulam gesticula cuando se le pregunta si alguna vez fue un combatiente islámico. "Nunca fui muyahid, ni talibán", asegura, para resaltar que quiere vivir en paz y que no le importa que haya tropas extranjeras en Afganistán.

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La carretera que une Peshawar con Kabul, cordón umbilical de Afganistán, ha dejado de ser un cúmulo de baches a cuyos lados dormían los esqueletos de los tanques soviéticos destrozados por las minas y los cohetes de los muyahidines. Los escasos 200 kilómetros, que serpentean entre esplendidos valles y furiosas gargantas escavadas por el río Kabul, están ahora asfaltados casi en su totalidad y son un espejo de los cambios que se operan en el país.

Centenares de camiones cargados con todo tipo de productos, desde alimenticios a materiales de construcción, avanzan lentamente, uno pegado a otro, y en la lejanía parecen una guirnalda debido a los coloridos dibujos de sus carcasas. Decenas de ellos han sido alquilados por refugiados, que vuelven apretujados entre sus pertenencias. Los que tienen una vaca dejan que sea ésta la que viaje más cómoda.

Desde 2002, sólo por esta carretera han vuelto a Afganistán 133.000 familias, es decir, 740.000 personas, según Isaac Sherzai, jefe del centro de ACNUR encargado de pagar a los retornados.

Con los 700 dólares recibidos, Gulam confía en poder establecerse en Jalalabad, capital de la provincia de Nangarhar, y cubrir las necesidades de la familia hasta que encuentre trabajo. Ha escuchado que los peones ganan al día por esta zona de Afganistán entre cuatro y siete euros, bastante más de lo que recibía en Pakistán. En Jalalabad hay una gran base militar estadounidense y EE UU es también el encargado de la reconstrucción de esta provincia.

El presidente Hamid Karzai, cuando invitó a todos los afganos a volver para reconstruir el país, prometió "a los pobres de los pobres" que les daría suelo en el que levantar su casa. La promesa comienza a hacerse realidad, tras una infinitud de problemas burocráticos sobre los títulos de propiedad de la tierra, una de las grandes disputas de este país devastado por 30 años de guerras fratricidas y desgobierno.

Este mes los beneficiados son los kuchis, una minoría mayoritariamente nómada, que ha recibido suelo en la zona central de Afganistán. Según ACNUR, son 2.000 familias, unas 15.000 personas. A una veintena de kilómetros de la frontera paquistaní, los vestidos y los velos de llamativos colores de las mujeres que descansan a la sombra de los camiones en que viajan revelan su identidad.

Gulam y Lal son analfabetos y sus hijos no saben lo que es una escuela. Lal, que va perdiendo la timidez durante la entrevista, dice que quiere que sus hijos aprendan a leer y escribir. "En Pakistán había que pagar por ir a la escuela, pero aquí es gratuita y yo quiero que mis hijos vayan", afirma, pero considera que ella "ya es demasiado vieja" para aprender.

Entre risas y nervios, Lal accede a hacerse una foto con la cara al descubierto, sólo en un lugar retirado, donde no haya hombres, ni tan siquiera el osado intérprete que se ha atrevido a hablarle directamente. "Nunca había hablado antes con un hombre que no fuese de mi familia", dice. La vuelta a Afganistán ha roto uno de sus principales tabúes.

Tres mujeres afganas, vestidas con el burka, y sus hijos, de regreso a su país.
Tres mujeres afganas, vestidas con el burka, y sus hijos, de regreso a su país.GEORGINA HIGUERAS
Los Sarwar al completo, junto al autobús que han compartido con otras tres familias.
Los Sarwar al completo, junto al autobús que han compartido con otras tres familias.G. H.

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