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Columna
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Insultos

En los tebeos los insultos son palabrotas estrambóticas de cuatro y cinco sílabas que nuestros ojos de niño recorren sin comprender del todo, abiertos como platos soperos ante la sospecha de un significado manchado de mugre o gusanos. Así, recuerdo el catálogo de adjetivos exóticos con que el superintendente Vicente solía motejar a Mortadelo y Filemón cada vez que alguna de sus misiones finalizaba en un hospital o un cráter redondo en mitad de la acera, y que incluía ejemplos de sonoridad deslumbrante como lepidóptero estrábico o repugnante hiena calva. A la misma escuela pertenecen los alaridos del capitán Haddock desde la cubierta de su barco o los improperios en que estallaba cuando otro personaje de la trama le escamoteaba la botella de whisky que sus labios perseguían a través de las viñetas sin consuelo; aquí el barbudo lobo de mar recurría a epítetos de aroma etnográfico, o a la entomología, que parece garantizar un éxito rotundo: bachibuzuk, cataplasma, bebe-sin-sed, jenízaro, ornitorrinco son resultados que arroja una breve inspección al azar de cualquier aventura de Tintín. El cómic apunta ya una de las grandes tendencias del insulto, una de sus trazas literarias más marcadas: la prosopopeya al revés, la personificación puesta bocabajo. Si en las fábulas animales y cosas adquieren perfiles humanos que les permiten conversar, vestir camisa y habitar en casitas con tejado a dos aguas en mitad del bosque, en el insulto se produce el movimiento inverso: es la persona la que se ve reducida al zoológico y el trastero. Observemos que la gran mayoría de las voces hirientes podrían encontrar cobijo en uno de esos dos recintos: mono, cerdo, hiena, zorra no son especies con que nos gustaría ver vinculados a nuestro padre o nuestra esposa; tarugo, mueble, saco, ladrillo establecen comparaciones odiosas cuando no son pronunciados en la casta boca del albañil o del ebanista. Pero sin duda, el género estrella es el que persigue lesionar las entendederas del destinatario; a pesar de tratarse de un valor que hoy nadie aprecia en exceso, todo el mundo hace gesto de ofenderse mucho cuando se dispara contra su inteligencia, o lo que uno posea en cada caso: hoy incluso resulta increíble pensar que idiota, imbécil, estúpido y cretino fueron denominaciones científicas y que los médicos se sirvieron de ellas para calibrar el nivel de ausencia de los deficientes mentales.

Hace un par de semanas, el grupo de investigación de Literatura e Historia de las Mentalidades de la Universidad de Huelva dedicó todo un ciclo al intento de dilucidar los misterios de esa variante postergada de la retórica, el insulto. Nos encontramos ante un subgénero que no cuenta con terminología específica, que se dedica a apropiarse y contaminar la nomenclatura de ámbitos ajenos del idioma en beneficio propio: toda injuria fue neutral una vez, toda ofensa se limitó en su día a reflejar una mera circunstancia. Luego el ingenio o la maldad de alguien envenenó esas sílabas como si las untara con curare y desde entonces pasaron a convertirse en arma arrojadiza. Las personas susceptibles tienden a confundir la descripción con el insulto y se alarman si quienes los retratan se limitan a reproducir la realidad, cuyo más notorio rasgo es la crudeza. Quiero decir: hay gente para la que el insulto comienza en el pasaporte o la historia clínica, y que se siente despreciada si se les imputa una cabeza cuadrada o un ojo que se lleva mal con su vecino y prefiere mirar en otra dirección. Muchas veces es la propia víctima la que crea el insulto, al hallar una ofensa en lo que pretendía ser un sucinto informe de cierto estado de cosas. Así, el señor Rajoy dice sentirse ultrajado hasta los dobladillos porque un empresario le ha acusado de caldear el ambiente político hasta ponerlo a temperatura de guerra fratricida. Si lo que Rajoy encuentra sucio son las palabras demagogo o camorrista aplicadas a su persona, que es lo que parece dar a entender su actitud de damisela dañada en el seno de su dignidad, antes de enfadarse debería hacer examen de conciencia y revisar sus actos. Un adagio hindú dice que la mula y el mandril (y hablo solamente de la mula y el mandril) rugen ofendidos al mirarse en los espejos.

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