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Columna
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Círculo vicioso

La dirección de un partido político tiene que prepararse para ganar las elecciones, pero tiene que prepararse también para el caso de que las pierda. Nadie mínimamente sensato puede contemplar exclusivamente la victoria en la competición electoral. Por poco probable e incluso por muy remota que sea la posibilidad de perder, tiene que ser contemplada, porque, de lo contrario, la desorientación en la que se coloca la dirección del partido que pierde es de tal magnitud que queda casi inhabilitada en la práctica para hacer política.

Porque al éxito imprevisto es fácil adaptarse, pero a la derrota descartada es casi imposible. Y hasta que uno no se adapta, es decir, no acepta la realidad, no puede encontrarse en condiciones de volver a competir con posibilidades de éxito.

En las últimas elecciones generales ocurrió esto. El PSOE no esperaba ganarlas y las ganó. El PP había descartado perderlas y las perdió. La adaptación del PSOE a la victoria ha sido fácil. La adaptación del PP a la derrota no es que esté siendo difícil, es que está resultando imposible. Es lo que trasluce la estrategia de oposición que está poniendo en práctica en esta legislatura, que descansa en que las encuestas les daba la victoria y el atentado del 11-M se la quitó. Formalmente los dirigentes del PP no han dicho nunca que no hayan aceptado el resultado del 14-M, pero materialmente están siguiendo una estrategia de oposición que pone de manifiesto un día sí y otro también que no han aceptado dicho resultado. Y esto último es lo que capta su electorado, que por eso está tan levantisco y tan faltón.

Lo peor de esta estrategia es que acaba en un círculo vicioso. Sólo puede conducir a la derrota y a una derrota que nuevamente no va a poder ser aceptada. Si el Gobierno socialista es realmente lo que la dirección del PP dice que es, únicamente es aceptable el resultado electoral que supone la derrota del mismo. Un Gobierno que se ha rendido ante ETA y que está dispuesto a pagar, si es que no ha pagado ya, un precio político por el fin de la violencia, no puede ser validado en las urnas, aunque sea el partido más votado. El mensaje que la dirección del PP está transmitiendo a la sociedad española en general y a sus votantes en particular es un mensaje que no permite aceptar la victoria electoral del partido socialista en las próximas elecciones.

Por lo que dicen todas las encuestas ese mensaje no está calando en la sociedad, pero sí está enraizando en la parte del cuerpo electoral que vota al PP. Poco a poco va creciendo el índice de rechazo de la dirección del PP y de su discurso político, incluso cuando se coincide en el rechazo de determinadas medidas del Gobierno, como ocurrió en su día con la reforma del Estatuto de Autonomía para Cataluña y como ha ocurrido recientemente con la prisión atenuada de De Juana Chaos. El discurso del PP genera más rechazo que adhesión, pero la adhesión que genera no solamente es muy intensa, sino que llega a ser incluso sectaria y, por tanto, intransigente.

En esa combinación de rechazo crecientemente mayoritario y de adhesión minoritaria pero crecientemente intransigente es donde está la raíz de la llamada crispación. La crispación es una consecuencia de que no se consigue que el mensaje propio penetre en la sociedad y se convierta en opinión mayoritaria. Las mayorías no se crispan. Se crispan las minorías que no saben cómo convertirse en mayorías y a las que, en consecuencia, les resulta difícil aceptar la regla de la democracia. La crispación no remite al pasado, sino al futuro. No es lo que ha ocurrido en el pasado, sino el temor al futuro lo que alimenta la crispación. La dirección del PP no está crispada porque perdió las elecciones de 2004, sino porque intuye, si es que no sabe ya, que va a perder las de 2008. Y la derrota se va a producir con una base social a la que el discurso que se le está dirigiendo no le va a permitir aceptarla.

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