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Columna
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Ofensas

Cuando era más joven, yo creía poder pasar por el mundo como agua, que, según saben Lao Tse y Bruce Lee, es vaso cuando se acomoda al cristal y tierra en el fondo del charco. Me animaba cierta suerte de optimismo taoísta: confiaba en aquel aforismo botánico de Chuang Tzu que alaba la rama de sauce porque es elástica y deja resbalar la nieve, al contrario de la de pino, que se quiebra en su rigidez después de la tormenta. Durante un tiempo mantuve la convicción de que si uno maniobra con la habilidad precisa y es capaz de reunir las cuotas justas de despreocupación y equilibrio se puede circular a través del reino de las cosas sin resultar lesionado por ellas, y también, lo que es más importante, sin romper ningún plato en el camino. Ahora, después de aprender que la gente coloca sus vajillas en rincones absolutamente inadecuados de la cocina y que antes de que uno lo advierta suele acabar aplastando la porcelana del vecino con el zapato, mi punto de vista se ha vuelto lamentablemente distinto. La vida se parece a un autobús en hora punta, donde se comprimen docenas de abrigos, bufandas, axilas no muy afectas al desodorante y pies torturados por los juanetes; para lograr un asiento medianamente confortable o alcanzar la salida antes de que el vehículo se detenga hay que internarse en medio de esa vorágine y abrirse paso a empujones, codazos y colisiones irrespetuosas contra el cuerpo de los demás. Suele suceder lo de siempre: el jubilado ladrará sobre nuestro hombro cuando le hagamos a un lado y la señora gorda se lamentará de la mala educación en el momento en que aplastemos (siempre sin querer) la bolsa repleta de lechugas y puerros que sostiene contra su cadera. Por desgracia sólo se puede ser agua en los anuncios y siempre existe alguien que se interpone entre tu brazo y la barra en que querrías apoyarte, el asidero que sólo lograremos alcanzar si nos resignamos a la solución nada elegante del manotazo. Ya lo decía mi padre, aunque yo nunca quise oírle: hijo mío, no se puede quedar bien con todo el mundo.

Hace poco, la directora de un instituto de secundaria de Málaga ha sido denunciada por retirar un belén expuesto en un lugar inadecuado del centro y sin autorización del consejo escolar. La denuncia, auspiciada por la Federación Católica de Padres de Alumnos, alega que este comportamiento kafkiano y malvado (los adjetivos son de ellos) atenta contra la religión cristiana y las raíces culturales de nuestro país, aparte de ofender olímpicamente las creencias de unos niños inocentes. Por desgracia vivimos en un mundo en que nuestros congéneres se han vuelto tan quisquillosos y sufren sarpullidos con tanta facilidad que es de esperar que hasta una denuncia tan delirante como esta prospere en su camino hacia los tribunales y lleve a la pobre directora a lo alto del estrado. Sí, el respeto por la diferencia y las opiniones ajenas resulta esencial para convivir en democracia, como suelen repetirnos los sociólogos: por supuesto que no se puede ir por ahí abofeteando la fe de los demás y pisoteando el césped que el jardinero acaba de recortar con tanto esmero. Pero como comprobará cualquiera que se suba a ese autobús masificado que he mencionado en mi primer párrafo o asista a una reunión de su comunidad de vecinos, convivir es aprender a tolerar a los demás, sobrellevar sus manías y sus desplantes, habituarse a los rulos de la esposa, el ruido que hace papá al masticar la carne y la manía del amigo por comerse las uñas, por muy nerviosos que nos pongan. La directora de Málaga quitó el dichoso belén del medio porque estorbaba y porque el sitio para un belén es la iglesia o el zaguán de casa, y no un centro educativo: quien encuentre un agravio en ese gesto tal vez debería curtir un poco más las paredes de su corazón para hacerlo menos sensible. Pensando en puridad, no existe acto o palabra en el universo que no ofenda a una tercera persona: elegir es siempre desechar una opción, relegar como inservible una alternativa en la que el prójimo puede haber depositado su certitud o su esperanza. A mí no me importa que mi novia elija la vainilla en lugar del chocolate: siempre y cuando, claro, no me obligue a comer también de su helado.

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