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Columna
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Asignatura pendiente en la M-30

La M-30 es una vía de culto. Para algunos constituye la arteria por la que fluye la vida en Madrid, el auténtico símbolo de la vitalidad capitalina. Una apreciación algo exagerada fruto de la dependencia que muchos ciudadanos tienen de esa circunvalación. Un transportista me asegura que no hay en Madrid un solo movimiento de más de cinco kilómetros en el que no convenga tomar la M-30. Presume de conocer al detalle todo su trazado con salidas, puentes o pasarelas y está al día de los cambios que van surgiendo a consecuencia de las obras. El tipo está a favor de la operación emprendida por Gallardón, al entender que cualquier esfuerzo por mejorar esos viales y conjurar sus temibles trombos está justificado.

Yo le hago ver que las obras cuestan un pastón y que Madrid contraerá por ellas una deuda superior a la de Barcelona, Valencia Zaragoza, Málaga y Sevilla juntas. A eso responde sin dudar que lo injusto es que los madrileños paguen íntegramente esa factura cuando cada día entran a la capital cientos de miles de coches. De todas sus consideraciones sobre la M-30, ésa es la que más me provoca.

Con mayor o menor acierto, en los últimos 20 años la capital ha gastado cantidades ingentes de recursos en adaptar sus infraestructuras al flujo creciente de vehículos. Unas inversiones que han ido claramente en detrimento de la necesaria mejora en otros servicios públicos hasta el extremo de situar su nivel de calidad muy por debajo de los que ofrecen los municipios limítrofes. Basta comparar los polideportivos de Madrid con los de cualquier localidad de la periferia, o cotejar los servicios de atención al ciudadano para comprender el alto precio que la capital paga por su movilidad.

Semanas atrás, Gallardón acompañado de una cohorte de directivos de constructoras, consultoras, periodistas y el alcalde de Bucarest que andaba de visita, recorrieron los túneles de la M-30 bajo el río. Allí, tocado con su casco como un mariscal de campo, el alcalde estaba exultante. A Gallardón nunca podrán acusarle de cruzarse de brazos. Un ejército de 4.000 obreros ha construido tres túneles para soterrar seis kilómetros de la M-30 y dos de la avenida de Portugal. Han empleado losas para cubrir 56 campos de fútbol y 25 veces más hierro del utilizado para construir la Torre Eiffel.

En realidad todo es superlativo en ese tajo que el regidor de la capital calificó como la "obra civil más importante de cuantas se están haciendo en la Unión Europea". El de Bucarest alucinaba. Su asombro no era exagerado como tampoco exageran al decir que cuando esa obra esté acabada "Madrid será otra". Así será sin duda al menos en ese cuadrante de la ciudad. Es una metamorfosis espectacular, una de esas rupturas en los hilvanes de la urbe que el tiempo dirá si justifica la escalofriante inversión que ha exigido, tanta que los madrileños que nazcan dentro de 10 o 12 años habrán de pagar con sus impuestos los últimos recibos de la factura.

Ese imponente gasto me hace temer por la suerte de la obra más necesaria en términos de movilidad del plan integral de la M-30. Se trata del bypass del tramo norte. Cuando en plena precampaña de 2003 Alberto Ruiz-Gallardón anunció su gran proyecto, el plan incluía la excavación de un paso de seis kilómetros que presentó como el túnel urbano más largo de Europa. El mismo que habría de salvar el único tramo del anillo con semáforos, el de la avenida de la Ilustración. Una obra para evitar, sin destrozar los bulevares arbolados, el principal cuello de botella de la M-30.

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Pocos meses después de comenzar su mandato el gran túnel desapareció de puntillas del proyecto. La indicación a quienes preguntaron fue que técnicamente no sería posible hasta definir la todavía estancada Operación Chamartín. Ahora sabemos que el gobierno municipal pretende que las plusvalías de esa operación financien entre otros proyectos de movilidad los miles de millones de euros que cuesta el bypass norte. Una solución que lo haría económicamente viable sin atornillar más la exhausta capacidad financiera de los ciudadanos capitalinos.

La colosal transformación del anillo pretendía regenerar espacios urbanos y mejorar el tráfico. Dos objetivos que han quedado a medio cumplir por esa asignatura pendiente. Mientras el tramo norte tenga semáforos seguirá imperando en la M-30 la ley del embudo.

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