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William Styron

Desde el dolor de estar perdiendo a sus mejores amigos, el escritor mexicano desgrana sus recuerdos del autor de 'La decisión de Sophie', fallecido el pasado 1 de noviembre.

Sensual, amante de las mujeres, el vino, la poesía de John Donne y las novelas de FaulknerMás que universal -y lo era- William Styron fue el norteamericano cósmico. Sus raíces más profundas estaban en las extremosas regiones fluviales de su Estado nativo, Virginia. Me siento orgulloso de que su bellísimo libro de relatos sureños, Tidewater Mornings, me lo haya dedicado. Era un testimonio -uno más- de una de las amistades más antiguas, profundas y estimulantes de mi vida, iniciada en 1965 en Chichén Itzá y culminada hace apenas unos meses -cómo lo iba yo a saber- en su residencia de Roxbury, Connecticut.

Sensual, amante de las mujeres, el vino, las grandes comidas, los viajes, la poesía de John Donne y las novelas de William Faulkner, lo recuerdo charlando hasta altas horas en esos oscuros e íntimos bares de Manhattan que parecen pinturas de Edward Hopper o escenarios de cinema noir. Lo recuerdo asombrado una y otra vez ante la belleza de su ciudad favorita, París, exclamando: "It's the layout", "es el diseño"... Lo recuerdo bajando juntos, suspendidos sobre el vacío y agarrados a un cable a las entrañas de la mina de La Valenciana en Guanajuato. Lo recuerdo caminando juntos con François Mitterrand a la toma de posesión del presidente en el Panteón y luego, mientras Plácido Domingo cantaba La Marsellesa ante la multitud exaltada por la victoria socialista, firmando ejemplares de Sophie's Choice bajo una lluvia que se llevaba su firma y, acaso, el libro entero...

Lo recuerdo como anfitrión de una inolvidable cena en su casa isleña de Martha's Vineyard en honor del entonces presidente Bill Clinton, equilibrando la agenda de la conversación que Gabriel García Márquez, Bernardo Sepúlveda y yo queríamos llevar hacia la política y Clinton hacia la literatura, culminando con el recitado de memoria del monólogo de Benjy de El Sonido y la Furia, de Faulkner, por un presidente que no se dormía antes sin leer al menos cuatro horas. Y lo recuerdo de nuevo con Gabo, en la noche de Cartagena de Indias, desentrañando el arte de El Conde de Montecristo, de Dumas, ofreciendo argumentos paralelos, apariciones inesperadas, finales inconclusos: un concepto de la novela como obra abierta que en cada línea ofrece perspectivas de renovación para la lectura y la convicción de que un libro, como decía Mallarmé, "no termina nunca, sólo aparenta concluir...".

Amaba a México y no perdía oportunidad de visitarnos a Silvia y a mí junto con su maravillosa, leal, inquebrantable y bella esposa, Rose Burgunder, ama de esas casas sólidas ancladas en libros, cocinas, perros, memorias tangibles y la cercanía de los cuatro hijos adorados por Styron: Susana, Polly, Alexandra y el joven heredero Tom, como su padre un activo defensor de los derechos humanos que Styron padre elevó a bellísima altura literaria en Sophie's Choice, su novela del holocausto nazi que Styron protagonizó en una mujer católica y polaca, provocando la ira de algunos intelectuales judíos que se sentían dueños de la victimización hitleriana y en Las confesiones de Nat Turner, su historia del rebelde negro solitario que Styron se atrevió a escribir en primera persona, atrayendo, esta vez, el enojo de militantes negros que le negaban a un escritor blanco el derecho de usurpar una voz negra, como si la imaginación y el lenguaje -las únicas armas del novelista- fuesen atributos raciales. En 1975, le ofrecí a Bill y Rose una cena en París a la cual asistieron el arquitecto de origen mexicano Emile Aillaud y su esposa Charlotte, hermana de la cantante Juliette Greco. Styron notó un número tatuado en el antebrazo de Charlotte. Era su número en el campo de Auschwitz. Charlotte contó entonces la historia de una mujer polaca y católica obligada por el comandante del campo a escoger entre sus dos hijos: uno sobreviviría, el otro iría a la cámara de gases. Styron me contaba que después de oír la historia, la soñó y así nació la novela, testimonio terrible de la verdad enunciada por André Malraux: "Hay una oscura región del alma donde se origina el mal".

Styron deploraba la política norteamericana hacia América Latina y creía que con Clinton había un cambio notable, debido a la imaginación y a la cultura de ese presidente. Bush hijo se encargó de desilusionarlo y en estos años de atropello de "la junta" de Washington, como la llama Gore Vidal, Styron, mortalmente afectado de su salud, ya no pudo actuar y hablar con el vigor acostumbrado. La depresión se convirtió en el fantasma de sus horas, rondándolo, acechándolo, asestando golpes imprevistos que lo reducían al silencio, a una extraña beatitud en un hombre que podía ser colérico, a impulsos suicidas que, como lo narra con extrema emoción en Esa visible oscuridad, se resolvieron, en una ocasión, en una extraordinaria epifanía provocada por la música de Brahms.

Una y otra vez, Bill salió de una oscura caverna lleno de luz, a escribir sobre su experiencia, dar conferencias y alertar a la opinión pública sobre la realidad de los afectados por la depresión mental. Valeroso, verdadero misionero de su causa, Styron resucitó una y otra vez para convertir su palabra en advertencia, convocatoria y solidaridad con nada menos que la vida humana como causa y efecto, a la vez, de la salud mental. Pero en su lucha tenaz contra las tinieblas, Styron fue dejando la vida. El cuerpo le traicionó cada vez más, infligiéndole una herida tras otra. La última vez que le vi, en su casa de Connecticut, había perdido el habla pero su lucidez era mayor que nunca. Comía aparte pero luego se reunió con Rose, con Silvia y conmigo, con nuestros viejos amigos comunes el periodista Tom Wicker y la activista de derechos humanos Wendy W. Luers. Nosotros hablábamos, Bill escuchaba y de repente, como si la mismísima Minerva descendiese a tocarlo, Styron podía decir una palabra, corrigiendo las nuestras, aventurando una idea, provocando una broma...

En el almuerzo inaugural de su presidencia en el palacio del Elíseo, François Mitterrand se acercó a William Styron y a Arthur Miller, exclamando: "¡Qué grandes hombres nos envía América!". Altos en todos los sentidos, Arthur Miller, William Styron y recientemente John Kenneth Galbraith. Me estoy quedando sin mis mejores amigos norteamericanos y ya no tengo ganas de llorar.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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