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Columna
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Melancolía

Estoy congelado. Estamos. Por lo menos por la parte del proceso. Y resulta un poco raro verse en el arcón frigorífico junto a los guisantes, los tronquitos de merluza y la lasaña de ternera (¡gulp!). Dan ganas de hacerse agua, como recomienda Bruce Lee. O de vaciar la mente. Pero, bueno, no está mal que Zapatero haya dicho hasta aquí hemos llegado, por más que aún no sepamos adónde nos quiere llevar. ¿Al microondas? Un drama de Aristóteles, como pone en boca de cierta entrevistada cierto entrevistador. Y por fuera del congelador, el viento sur.

Más que un auténtico veranillo de San Martín parece el verano a secas, será por eso que hay mucho cerdo suelto todavía, por no decir txerri, que resultaría más apropiado. Pero he jurado no amargarme. Ni por las incongruencias. ¿O no hubiera parecido más conforme que El Pocero operara en Ciempozuelos? Y quien dice cien, dice ciento uno. Tampoco me voy a dejar embargar por el esplín. Van cayendo melancólicas las hojas y el mar es una balsa en la que da gusto sumergirse. En Baroja, según. Leo en la magnífica biografía que le ha hecho mi amigo Miguel Sánchez Ostiz que Américo Castro se extrañó, en la visita que hizo en París al exiliado don Pío, por la manera en que escribía sus artículos sin contar con una biblioteca detrás: "Así que usted escribe aquí lo que le sale de la cabeza, sin libros y sin nada... Tiene gracia". Tiene gracia, efectivamente. Lo de Castro, lo de Baroja no sé, hay muchas sombras. Su literatura es otra cosa.

Pero igual es porque no me siento las piernas. Debido a la congelación. Para más inri, tengo un pimiento del piquillo junto a la nariz que me está haciendo cosquillas. Lo mismo me pongo a estornudar. Jesús. Un langostino sabiondo me dice que hay demasiados síntomas. El síntoma Blanco asegura que las dudas acerca de la marcha del proceso están justificadas. Está además el síntoma de quienes están recuperando la escolta que dejaron. Y los de quienes no cambian y le dan la vuelta a la violencia para decir que la usa el Estado o los carabineros, pero los carabineros están con las chirlas esperando que les descongelen para la paella.

No sé, está todo muy raro. ¿Qué creen que están haciendo los trigueros en el congelador? Un revuelto. ¿Y las castañas? Una revuelta. Hasta los trenes pasan melancólicos. Pero el otoño no podrá conmigo. Ahí en el fondo del arcón pugnan por salir las almejas y berberechos tal y como volvería a la vida el extinto -y congelado- Walt Disney para repoblar los fondos marinos del Fin de la Tierra después de haber ardido. Todo un apocalipsis. No, no están los tiempos para dar saltos como pretenden las ancas de rana que provenientes de Tailandia acaban de aterrizar en el arcón.

También andan saltarinas las isobaras, junto a las croquetas, con sus ruedas de calamar. Las bajas presiones anuncian que ETA no se disolverá hasta que se consiga la independencia. ¿Flatus vocis? Flatulencias las producirá el brécol, oiga. Sí, también tenemos impertinentes en la sección de congelados. Otro dato inquietante, el de la posible no disolución, claro. Aunque no por intuido lo deja de ser menos. La solución es la disolución, evidentemente. Pero, ¿en qué momento? ¿Lo tienen asumido? Cuestión de gulas, o sea de apetitos, me recuerdan las gulas del norte que culebrean desapaciblemente. Nada, yo sigo a lo mío, a no dejarme impresionar.

Julia Otxoa acaba de publicar un delicioso libro de cuentos titulado Un extraño envío. En él leo la historia del emperador Oto de Aquisgrán que, atacado por la melancolía, planeó poner fin a sus días. Pero a fin de dejar todos los asuntos resueltos y despedirse de la manera más adecuada se enfrascó en la firma de tratados y la concesión de audiencias. Tan ocupado estuvo que para cuando se dio cuenta ya era un venerable anciano con el pie al borde de la tumba. En el lecho de muerte no conseguía recordar qué pudo haberle impulsado a mantener un ritmo tan frenético de trabajo durante tantos años. Huelgan los comentarios.

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