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Columna
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El crecimiento

El otro día llovía mucho al este de Málaga, y me hubiera gustado estar paseando por la exposición de Velázquez en la National Gallery de Londres. En la sala I se ve la obra de los años de Sevilla, cuando Velázquez pintaba bodegones, jarras, cebollas y huevos fritos: a los sevillanos compradores de cuadros les gustaba la realidad, lo inmediato, lo que nos rodea, y el joven Velázquez pintaba con verdad las cosas, cada cosa. Pero no estoy en Londres. Leo en una revista de allí el comentario a la exposición, de Julian Bell, y oigo llover amenazadoramente, con miedo a una inundación: todavía quedan malas alcantarillas a pesar del levantamiento del suelo en casi todas las calles de la zona.

Vengo del supermercado. Estamos destruyendo el planeta con el cambio climático, me dice universal y catastróficamente un vecino, mientras llueve al fin en otoño y pasamos por caja. Sé que no tiene coche el vecino. Alguna vez ha sido compañero de autobús: yo tampoco tengo coche, ni calefacción, ni refrigeración. Ni siquiera tengo móvil. Pero le digo que sí, que estamos destruyendo el planeta. Subo las escaleras de mi casa y, al encender la luz, me siento un doctor Mabuse, monstruo del mal, un malvado atómico de película de James Bond. Si persisto en mi actitud destructora provocaré la inundación de Londres, Nueva York, Hong Kong, Vietnam y Shangai, la desaparición del Amazonas.

En vez de universalizar como mi vecino, el sevillano Velázquez aislaba, individualizaba los objetos, los convertía en verdades separadas. Cada cosa es cada cosa. Lo dice Julian Bell, que sigue el ensayo sobre Velázquez de José Ortega y Gasset, para quien lo principal en Velázquez serían los objetos uno por uno, no la composición. También ahora tenemos tendencia a ver las cosas una por una, separadas. Gobernantes como el inglés Blair, por ejemplo, muy preocupados por el cambio climático, arman al mismo tiempo ejércitos aéreo-terrestres muy quemadores de combustible para lanzarlos a la conquista de más combustible. Cada cosa es cada cosa. A un nivel más doméstico, conozco a militantes contra el dióxido de carbono que usan tres coches propios, jamás toman un autobús y los domingos van en bicicleta.

El mismo responsable político andaluz que se queja del urbanismo perverso dominante, un día después elogia con fervor la modernización y el crecimiento económico del país, que, a mi parecer, hubieran sido imposibles sin estos años de febril construcción delincuente dentro de la ley. Pero cada cosa es cada cosa. Y, si todos no sintiéramos patrióticamente la necesidad de tener patrimonio, casa, es decir, hipoteca y nada de alquiler, dos casas mejor que una, más dos coches y tres televisores, uno por habitación, si todos no fuéramos patriotas, hundiríamos la Banca, el mercado inmobiliario, el sector de la energía y del electrodoméstico y de la automoción.

Los discursos políticos son muy distintos de la política real, que coincide con el urbanismo malsano y la construcción destructiva al menos en un punto: obedece a la ley económica del beneficio inmediato. Los mismos que celebran el crecimiento deploran los mecanismos de nuestro enriquecimiento concreto: la urbanización del campo, la privatización absoluta de la propiedad privada a costa del interés general, la apropiación privada de suelo público, la participación de los políticos y sus partidos en las ganancias y plusvalías que generan sus decisiones.

Cada cosa es cada cosa, pintaba Velázquez, o así lo han visto sus estudiosos. (Yo quería ver la exposición de Velázquez en Londres y estoy oyendo llover mientras se calienta el planeta y me culpan a mí.) El crecimiento de estos años ha sido una cosa magnífica. Los medios para alcanzarlo son otra cosa, más fea, así que los condenamos y nos escandalizamos, siempre, desde luego, a favor del crecimiento. (Una curiosidad al margen: Julian Bell compara al protector de Velázquez en la corte, el también sevillano Conde-Duque de Olivares, con Donald Rumsfeld, caídos los dos en desgracia por sus "esquemas geopolíticos deshechos por el desastre militar".)

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