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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Digestión ecológica

Siguiendo los consejos de un asesor espiritual, modifico mis hábitos gastronómicos y, por primera vez, visito un supermercado dedicado a productos biológicos y ecológicos. El lema que preside este templo de lo natural, el menjar de veritat, me suena a provocación: da a entender que hasta ahora he estado comiendo una malsana mezcla de ficción y mentiras. Las diferencias ambientales con los supermercados de comida de mentira se notan incluso en los carritos, que aquí son más pequeños y no requieren la previa introducción de una moneda. Que sean ecológicos, sin embargo, no significa que no apliquen los sistemas de fomento de estímulos propios del comercio y sus circunstancias. Hay impresos con ofertas de otoño que incluyen miel de romero, compota de manzana e incluso unos potitos de verdura para que los más pequeños puedan educar su paladar siguiendo parámetros menos artificiales. Intentando superar ciertas reticencias y no pocos prejuicios, avanzo por el pasillo sin atreverme a lanzarme sobre los estantes, como suelo hacer en las grandes superficies que trafican legal y felizmente con aditivos, edulcorantes, productos químicos sintéticos y toda clase de materia industrial. La ideología me puede y me contengo cuando, en otro contexto, quizá me lanzaría a llenar el carrito con loción corporal de áloe vera o lavavajillas ecológico.

Visitar un supermercado biológico es una experiencia casi religiosa. Lo malo es que el dinero con el que se paga no sea también ecológico

Nunca me habría atrevido a adentrarme en este territorio sin antes comprar un librito que venden en un estante librería de la entrada, titulado El valor de las pequeñas cosas. Es un buen soporte ideológico para los que todavía no estamos familiarizados con este sector alimentario. De pie junto al carrito, leo el librito, una selección de citas obvias, profundas y filosóficas de algunos sabios del mundo. Por ejemplo: "El placer de los banquetes debe medirse no por la abundancia de los manjares, sino por la reunión de los amigos y por su conversación" (Cicerón). Miro a mi alrededor buscando posibles amigos o individuos con los que entablar conversación, pero lo más parecido es un expositor dedicado al siempre estimulante mundo del embutido. Me alegra comprobar que el embutido merezca la categoría de natural y con una gula biosofisticada comparo precios, ingredientes y envases. Al final, me quedo con un salchichón de producción ecológica procedente, según consta en el sobre que lo envuelve, de "cerdos alimentados con cereales, forraje y legumbres de producción ecológica", y criados "en plena naturaleza respetando su forma natural de vida". Inmediatamente, me siento culpable de no recordar cuál es la forma natural de vida de los cerdos, aunque no debe de ser muy saludable si uno acaba cortado a lonchas en un pasillo de supermercado.

Afectado por el clima de reflexión que me ha traído hasta aquí, pienso en lo paradójico que resulta que los cerdos vivan mejor que los que los consumimos. Al fin y al cabo, mi alimentación ha sido, durante años, mucho más defectuosa e imprevisible que la de esos cerdos, a los que incluso da un poco de pena comer. Abusar de la empatía es peligroso, así que opto por alimentos no relacionados con el reino animal (sé que la imagen de esos cerdos bucólicos me perseguirá como una pesadilla) y me llevo unas tejas de coco fabricadas en Navarra, en cuyo análisis nutricional aparecen dos conceptos francamente seductores: las cenizas (no se especifica de qué) y los lípidos. Me tranquiliza ver los estantes de vino, la diversidad de leches, expositores de congelados con paellas mixtas de agricultura ecológica y, al lado, unas preciosas bolsas de bioespinacas debidamente certificadas por organismos reguladores autorizados. No puedo evitar comprar una bolsa de picatostes biológicos al natural, una denominación que me hace sospechar que existen, en algún lugar, picatostes biológicos antinaturales. Tanta acumulación de estímulos arrastra nuevos deseos y, ya puestos en harina (de trigo y biológica, por supuesto), añado al carrito una bolsa de patatas fritas (de agricultura ecológica, con aspecto de haber sido tratadas por un churrero sensible, capaz de recitar de memoria a Satyananda y adicto al zumo de la fruta de noni).

Al llegar a la caja, me felicito por haber resistido la tentación de llevarme zumos de mandarinas, hamburguesas de berenjena o botellas de agua de Vilajuïga ("l'única sense gas afegit"). Independientemente de que el supermercado venda comida de verdad o de mentira, el momento de pasar por caja siempre tiene una enorme dosis de autenticidad. Para asimilar el momento cuenta con la serenidad necesaria, vuelvo a recurrir al librito de las perogrulladas y leo una de Henri Barbusse que describe bien lo que siente el consumidor al depositar el contenido del carro sobre la cinta: "Las cosas pequeñas, si se ponen muy juntas, son más grandes que las grandes". Salgo del supermercado consciente de haber vivido una experiencia casi religiosa, y lo único que lamento es que el dinero con el que he pagado no sea también ecológico.

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