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Columna
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La libertad social

Madre no hay más que una, suele repetirse con toda naturalidad para destacar no sólo el amor que se merece una madre, sino la prioridad sentimental de las cosas irrepetibles. Una pareja de lesbianas de Algeciras ha desmentido la afirmación tradicional, consiguiendo que una niña tenga dos madres, gracias a la decisión sensata y abierta de una juez. Si la ley sobre filiaciones de los bebés nacidos por fecundación asistida deja alguna duda, habrá que cambiar la ley. La palabra marido no puede convertirse en un punto de referencia, una vez admitidas las bodas entre dos mujeres. La voluntad de Antonia y María de los Ángeles de casarse, de constar en el registro civil como matrimonio y como madres, supone una lección que no debiera pasarnos desapercibida. Durante el proceso de reconocimiento de los derechos civiles de gays y lesbianas, se hizo hincapié en la tolerancia social, en la transformación de las costumbres, en el arrojo del Gobierno, en el carácter avanzado de la legislación española. No carecen de valor estas realidades, que han ayudado a cambiar la imagen de España en una Europa demasiado proclive a recordar la Inquisición y a olvidar las Cortes de Cádiz. Pero se ha insistido poco en la lección democrática que nos han dado los homosexuales al reivindicar el derecho a vivir su libertad y su deseo dentro de la sociedad, es decir, dentro de las leyes. La apuesta por la sociedad, por la norma, de los individuos marginados me parece, en nuestro simbolismo ideológico, mucho más importante que la tolerancia del ciudadano ya normalizado. Mientras una riada de alcaldes, concejales y especuladores se esfuerzan por huir de las leyes para defender la libertad de sus negocios, los homosexuales han luchado para vivir su amor dentro de la ley. Una lección importante en los tiempo que corren. La defensa más clara del Estado y de los espacios públicos ha llegado desde el ámbito privado y desde la intimidad.

La libertad suele entenderse como una lucha del individuo frente al Estado. El rebelde corre el peligro de confundirse así con el delincuente. En la tradición romántica de los márgenes, la voluntad antisocial adquirió valores legendarios, exaltando el espíritu de los malditos, los rupturistas, los raros. Más que transformar los centros del poder social, se prefirió cantar la belleza de los márgenes, la poesía de los excluidos, la pureza moral de las reservas indias, como si sólo fuese posible vivir con libertad a través del alejamiento y la destrucción de las leyes. Las galas de la rebeldía sirvieron para ocultar todo lo que había de renuncia histórica y de humillación. El orgullo sectario de la víctima, afirmado en la identidad marginal, daba respuesta a la intransigencia de las normas con el heroísmo de los supervivientes, pero acataba una realidad injusta y excluía la libertad y la dignidad de las ilusiones colectivas. Buena parte de la historia de la poesía de los dos últimos siglos se ha escrito con voluntad de marginalidad, silencio y destrucción del lenguaje, en el credo de que la sociedad resulta un fracaso, una acumulación de egoísmos, una agresión a la libertad. La historia demuestra, sin embargo, que la libertad no sólo es un valor abstracto y fragmentado, sino una realidad histórica muy concreta que ampara a los individuos y defiende legalmente sus derechos. Las reivindicaciones de gays y lesbianas nos han recordado que luchar por la libertad significa ante todo construir las sociedades y las leyes que permiten a los individuos convivir libremente. Lección muy oportuna en tiempos favorables a la liquidación del Estado, cuando el dinero blanco o negro sueña con suprimir las leyes controladoras y evitar, en paraísos fiscales o en maletines sucios, cualquier control social. La única libertad fiable es la que puede vivirse en sociedad, la que se conquista en sociedad. Hay que agradecerle a Antonia y María de los Ángeles, vecinas de Algeciras, su lección democrática. Son libres en sociedad y sus maternidades brillan en el registro civil.

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