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Al otro lado del espejo

Desde la adopción del principio de "guerra preventiva", las relaciones entre el mundo musulmán y Occidente han empeorado. En el último estudio de opinión de The Pew Research Center (The Great Divide: How Westerners and Muslims view each other, junio de 2006) se apunta que, "después de un año marcado por los disturbios de las caricaturas de Mahoma, el mayor ataque terrorista en Londres y la continuación de las guerras en Irak y Afganistán, muchos musulmanes y occidentales están convencidos de que las relaciones entre ambos son malas. En Occidente, muchos ven a los musulmanes como fanáticos, violentos y faltos de tolerancia. Mientras tanto, en Oriente Próximo y en Asia ven generalmente a los occidentales como egoístas, inmorales y codiciosos además de violentos y fanáticos".

Este distanciamiento entre Occidente y el islam no es nuevo y se relaciona con la percepción del pasado histórico que ambos han ido forjando. En la reconstrucción de la historia europea se prescindió de cualquier referencia a una posible herencia árabe o musulmana. Además, la industrialización y la Revolución Francesa impulsaron un desarrollo económico y político que permitió a Europa llevar a cabo la colonización de medio mundo. El imperialismo se legitimó mediante la idea de progreso: la misión de Europa era llevar la civilización a los pueblos que todavía vivían en la barbarie y en ausencia de desarrollo. A golpe de olvido se pretendió luego mantener una injerencia política y militar que todavía perdura. De tal manera que "EE UU recoge hoy los frutos amargos de las políticas completamente irresponsables que llevan décadas aplicando en el Tercer Mundo y, en particular, en el mundo musulmán: en estos países los miles de víctimas de dichas políticas y el respaldo pertinaz a dictaduras liberticidas, han generado en la población un sentimiento de desesperación propicio a las formas de rebeldía más extremas" (François Burgat, El islamismo en tiempos de al-Qaida, 2006).

Muchos occidentales creen en unos derechos universales que deben ser respetados en todo el mundo y lo que ven como un esfuerzo por expandir los valores democráticos y las libertades a otros países, muchos musulmanes lo perciben como una intromisión, para colonizar, primero, los territorios del Imperio Otomano y para controlar, después, los países árabes mediante Gobiernos interpuestos fieles a los intereses de Occidente. Este discurso fue asumido por los líderes de las independencias -especialmente por los del denominado "socialismo árabe"-, de tal manera que todos los males procedían del colonialismo y la injerencia occidental, lo que de paso les exoneraba de sus propias responsabilidades en el atraso socioeconómico y en las deficiencias democráticas de sus países.

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Una misma realidad y dos percepciones distintas, aunque no necesariamente compartidas por la mayoría de musulmanes y occidentales. Pero dos percepciones fácilmente manipulables y convertibles en armas arrojadizas contra el presunto adversario. Ambas se alimentan mutuamente porque las dos encierran un fondo inconfesable. Por una parte, como acusa la oposición democrática, los regímenes árabes no sólo han sustituido a los antiguos colonizadores, sino que muchas veces son incluso peores que ellos. Por otra, como han puesto de relieve las movilizaciones contra la guerra de Irak, las potencias occidentales priman siempre los intereses económicos inmediatos o geoestratégicos a medio plazo por encima de cualquier otra consideración. Así se explica su apoyo a dictaduras que conculcan los derechos humanos, niegan las libertades y, muchas veces, imponen y difunden versiones sesgadas y profundamente reaccionarias del islam.

No se trata, sin embargo, de contraponer los discursos, lo que sólo beneficiaría a los extremistas (en esa posición se ha situado José María Aznar con sus declaraciones sobre la presencia árabe en España), sino de todo lo contrario, de aceptar que ambos contienen algo de cierto y esconden las propias responsabilidades. Hay -o debería haber- derechos y valores universales, pero no al precio de imponerlos mediante la guerra, que sólo causa destrucción y abre nuevas vías al desencuentro. Y, en los últimos años, ganan terreno las armas arrojadizas. Por eso resultó inoportuna la cita de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona, en la que Manuel II Paleólogo recriminaba a Mahoma el hecho de difundir la fe mediante la espada. El mal de la espada fue común durante siglos a cristianos y musulmanes; y, en clave de presente y sacada de contexto, la cita puede interpretarse como que el islam es una religión basada en la violencia, precisamente ahora que Irak y Afganistán se desangran en una guerra sin cuartel propiciada por la ocupación y el Líbano y Gaza han sido reducidos a escombros.

Es un error frecuente deducir de la crítica del discurso de Al Qaeda, basado en una interpretación manipulada y contraria a los principios del islam, que el islam es una religión incompatible con los valores democráticos y, como afirma Juan Goytisolo, "no debemos combatir al terror con el terror, a la violencia con la violencia". No hay soluciones fáciles para una situación que no lo es. En un mundo cada vez más global y un Occidente multicultural, hay que superar el actual desencuentro. Se impone, pues, una revisión de la historia capaz de encontrar complicidades y no de crear nuevos adversarios. Es hora de mirar al otro lado del espejo y de intentar comprender las razones y la percepción que tiene el "otro" de la historia, y de poner las medidas necesarias para emprender un diálogo, sin más limitaciones que el respeto a las libertades y al derecho internacional, que nos permita el reencuentro y, por ende, salir del actual atolladero que sólo conduce al desastre.

Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d'Estudis Històrics Internacionals (CEHI) de la Universidad de Barcelona.

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