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El 'número uno' del escalafón

Su aspecto recuerda, someramente, a James Stewart interpretando al protagonista de The Glenn Miller Story, que en España se llamó Música y lágrimas. Alto, delgado, un tanto desgarbado incluso, sin que ello merme para nada su patricia elegancia; suele vestir de oscuro, con camisa blanca, como siguen mandando los cánones que todavía persisten, pese a los fulgurantes cambios generacionales que han sacudido a la sociedad coreana. Eso sí, a menudo, sazona su atuendo con una llamativa corbata, como si fuera un punto de distinción que le extrae de la monotonía circundante. Tras unas gafas de ligera montura, sus rasgados ojos, llenos de vivacidad, escrutan con la sana curiosidad que es una de las principales características de su personalidad acusada. Pero lo que más llama la atención es esa especie de permanente sonrisa, amablemente pegada a sus finos labios, como signo de un trato apacible que no excluye, ni mucho menos, fortaleza, decisión y empeño.

Se trata de Ban Ki-Moon, a quien el Consejo de Seguridad acaba de nominar como candidato, que será refrendado con toda certeza por la Asamblea General, a secretario general de las Naciones Unidas.

Le he tratado con amistosa asiduidad en estos últimos años, incluso antes de ser enviado a Seúl como embajador de España; y -por ello precisamente- con especial frecuencia en los últimos 15 meses.

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Nuestro primer encuentro tuvo lugar en un seminario, organizado por la Asia-Europe Foundation, que yo entonces dirigía y a la que el ministro Ban daba un generoso soporte político y -cuestión importante para una fundación- financiero, como fiel creyente en la necesidad de mejorar el diálogo euro-asiático. El seminario trataba del papel de los medios de comunicación en los procesos de transición a la democracia; algo de lo que sabemos mucho tanto en Corea como en España.

El ministro inauguró el seminario con un discurso nada protocolario; ya que se mojó a fondo en la cuestión, desde unas miras intelectuales inusuales en tales circunstancias.

Porque Ban pertenece a esa generación de coreanos que, desde su postura de altos funcionarios de la Administración, condujeron la transición de la dictadura a la democracia, propiciando -además- un espectacular desarrollo económico que ha hecho que un país hundido en la miseria hace sólo unas décadas, se haya convertido en la undécima economía del planeta. A este fenómeno se le ha denominado el milagro del río Hahn, en alusión a la magna corriente fluvial que, majestuosamente, cruza la ciudad de Seúl. Pero, de milagro, nada. Si Corea es hoy lo que es, es porque -al igual que ha sucedido en nuestro país- los coreanos han hecho una serie de inteligentes esfuerzos, algunos de ellos de alto coste, para sacudirse de encima lo que parecía una especie de estigma histórico, referido a la pobreza, a la falta de libertades, a una ausencia de desarrollo, en definitiva, en todos los sentidos.

Días atrás, ese sabio político -amén de político sabio- que es Jordi Pujol, en el marco de la Tribuna España-Corea, evocaba que en la Barcelona de los años cincuenta, cuando alguna situación tenía aspecto mísero y caótico se solía decir: "Parece Corea". Y desde esa evocación comparativa, ensalzaba el admirable progreso llevado a cabo por el país en las últimas décadas. Gracias, sin duda, a personas como Ban Ki-Moon.

Hay que recordar, además, que la Organización de Naciones Unidas está muy enraizada en la historia contemporánea de Corea. La ONU creó la República de Corea, intervino en la Guerra Civil (1950-53) impidiendo que la Península, aunque dividida, acabara como un Estado comunista y, firmado el armisticio, las Naciones Unidas han estado, hasta hoy mismo, garantizando su cumplimiento. Por ello, no es casualidad que, hasta 1976, su Fiesta Nacional se celebrara precisamente el 24 de Octubre, Día de las Naciones Unidas.

La ONU es, pues, un organismo internacional que representa para Corea mucho más que para el resto del mundo; en la medida que aquí no se percibe como algo lejano, sino como una realidad presente en su cotidianidad. Tener, ahora, al frente de la misma a un conciudadano, es algo que, lógicamente, llena de orgullo a todos los coreanos.

Cuenta la leyenda que, con 18 años, el joven Ban Ki-Moon ganó un premio de oratoria en inglés en su escuela, organizado por la Cruz Roja Americana. El galardón conllevaba una visita, en Washington, al presidente Kennedy. Cuando éste le preguntó cuál era su vocación, el joven Ban respondió, sin dudar: "Diplomático".

Y ahí lo tienen: convertido, en breve, en el número uno del escalafón diplomático mundial.

Delfín Colomé es embajador de España en Seúl, ex director ejecutivo de la Asia-Europe Foundation.

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