La luz de la sombra
Vivió una intensa historia de amor con Adolfo Marsillach, y aunque no fue su sombra, prefirió estar siempre en un segundo plano. Actriz y directora de montajes teatrales como 'Leonor de Aquitania', de A. Méndez, que se representa estos días en Madrid, habla de su vida y sus recuerdos
Esta mujer, Mercedes Lezcano, renunció a su propia carrera -actriz y directora teatral-, aunque no a su propia vida, para ser la sombra, la compañía de un hombre genial, seductor: un artista de nombre Adolfo Marsillach. Educado, elegante, un conversador exquisito y culto, ya era muy famoso cuando representó Sócrates en Madrid, a principios de los setenta, y acudió a verle esta mujer que entonces era una joven apasionada por el teatro. Él la sedujo, aunque ella se resistió durante un año, y luego vivieron una historia de amor (con su altibajo profundo) que duró treinta años, hasta que murió Adolfo Marsillach, en enero de 2002. Cuando falleció su compañero, por el rostro de esta mujer dulce, delicada, de sonrisa suave y de mirada larga, arenosa, pasó una nube de intensa melancolía. Mercedes Lezcano conserva en el rostro ese modo de ver la vida, perpleja y resignada, pero ahora tiene un amor que además le había adivinado, y casi prescrito, Marsillach tiempo antes de morir. Ella nos recibe en la casa donde vivieron juntos, frente a un hermoso parque madrileño. Aquí también recibía Marsillach, echado en una chaise-longue rodeada de recuerdos y de sosiego, pues la divisa de esta casa fue y sigue siendo el sosiego.
Acaso Mercedes Lezcano, sola ahora, viuda y nuevamente enamorada, era el sosiego de Marsillach, su sombra, pero también su luz, y esa luz que le dio es la que brilla ahora en su vida personal, como una paz que se ganó y que también ha heredado. Escuchándole hablar, uno no siente sólo que se expresa un alma agradecida, sino un espíritu que aprendió a tolerar y también a conducir una pareja que la historia del hombre (se ve en sus memorias, Tan lejos, tan cerca, Tusquets) presagiaba como imposible.
La pareja sobrevivió, a pesar de la persistencia del seductor en seguir siéndolo, y esta conversación ha de entenderse como una explicación de esa persistencia que ha superado el tiempo e incluso el riesgo de que la muerte excite el olvido. Mercedes Lezcano recuerda, y arroja luz sobre la actitud de su recuerdo. Ahora ella ha retomado su vida profesional; ha realizado varios montajes, algunos de los cuales están en gira por España: Viva el mestizaje, con música en vivo; Conversación con Primo Levi, y Leonor de Aquitania, de A. Méndez, que acaba de estrenar en Madrid. Trabaja con la ilusión de los primerizos; al principio, tras la muerte de Adolfo, se producía ella sus propios trabajos, pero ahora van a buscarla. Remonta el vuelo, con su propia luz.
Primero le preguntamos por ella.
Hábleme de su infancia.
Mis abuelos eran campesinos, y a mí me gustaba mucho el campo. Me sentaba con las hormigas, las contaba, eran mis compañeras de verano. Les ayudaba a llevar la carga, a llegar al agujerito. Es curioso: siempre me he preguntado por qué me gustaba tanto ayudar a las hormigas. Y también me gustaba hacer planos de casas. Quizá tenía que haber estudiado arquitectura, porque me encantaba hacer planos. Tengo un recuerdo muy bueno de mi infancia. Somos cuatro hermanas, yo soy la pequeña. Y hay otro hecho de mi infancia del que estoy muy orgullosa. Me hicieron un test de inteligencia en el colegio y los profesores llamaron a mis padres: tenían un problema, no me podían etiquetar. Me encantó, me llenó de orgullo.
Su padre era militar.
Brigada.
¿Y cómo marcó eso a su familia?
La verdad es que yo no he notado esa represión que dicen que sufren los hijos de militares. Quizá porque mi padre se metió en el ejército por miedo. Su padre había sido fusilado en un pueblecito del Moncayo, porque era comunista. Mi abuelo materno también era comunista, y él era muy jovencito cuando la guerra. En el ejército se sentía como protegido; era una manera de borrar el pasado familiar, y al mismo tiempo representaba una estabilidad económica.
¿Qué estudió usted?
Nos fuimos de Zaragoza a Barcelona con diez años. Iba abocada a las letras. Pero en el bachillerato superior me pasé a ciencias. Siempre me gustaron los extremos. Y después estudié arte dramático.
¿Y de dónde le vino esa pasión por el teatro?
En realidad lo que yo quería era escribir, escribir guiones. Y me quise venir a Madrid, cuando hice Preuniversitario, porque aquí había una Escuela de Cine y se podía estudiar guión. Tenía el bachillerato superior, pero no tenía aún veinte años, y entonces no se podía entrar en la Escuela de Cine si no tenías veinte años. Por eso decidí entrar en arte dramático. Me metí en Interpretación para conocer el teatro por dentro, para poder luego escribir teatro. Lo que sucede es que, como era joven y más o menos mona, enseguida me ofrecieron papeles en el teatro profesional, y empecé ahí. Lo primero que hice fue con Ricard Salvat. Teatro clásico.
¿Y cómo era la vida?
Barcelona era tan distinta a Zaragoza Era la apertura total: las editoriales maravillosas, los libros, los paseos, esa clase que tiene Barcelona como ciudad Una puerta a Europa, de veras. Pero tengo que reconocer que estoy muy orgullosa de haber vivido en varios sitios, porque aunque no me siento ni de Barcelona, ni de Zaragoza, ni de Madrid, me siento de todos esos sitios. Yo creo que es bueno que la gente viaje, que no se ancle en su terruño; uno puede estar orgulloso de haber nacido en un sitio, pero estoy harta de los nacionalismos: la gente debe viajar para respetar a las personas y para asimilar otras formas de vida.
Y muy pronto se encontró usted con Adolfo Marsillach
Me vine a Madrid en 1972, y aún estaba representando Sócrates. Fui a ver la representación, la vi diez o doce veces. No conocía a Adolfo todavía. Me impresionó Sócrates. Era una defensa de la democracia. Yo creo que, viendo ese espectáculo, muchos actores decidieron venirse a Madrid.
¿Y qué tenía de especial?
Yo creo que era un momento en que hablar de democracia y de libertad de expresión resultaba crucial, importantísimo para la gente que tuviera un mínimo de sensibilidad política. Y el montaje era de una simplicidad y de un minimalismo que me marcó. De una belleza asombrosa. Me sigue influyendo hoy, en mis propios montajes.
Dejó usted Barcelona. Un riesgo.
Mi padre me amenazaba con mandarme a la Guardia Civil, para que me devolviera a casa. Afortunadamente no lo cumplió. Pero no era un riesgo. Recibí encargos enseguida. Y el primero que tuve fue de Cayetano Luca de Tena, para intervenir en una obra de Tono.
¿Cómo era ese Madrid al que se integró?
Era fantástico. Tan abierto, tan acogedor. A mí me encanta Madrid porque es una ciudad de aluvión; todo el mundo que viene, no importa de dónde, es inmediatamente de aquí. Y para mí era la libertad. Acostumbrada a recibir una bronca si me retrasaba una hora ¡Había que llegar a la hora del telediario! Y cuando trabajé en teatro me pusieron a mi hermana de carabina. Así que imagínate: con veinte años, libre y en Madrid, haciendo cine, televisión, viviendo por la noche
Hay una frase de Vasco Prattolini, el escritor italiano. "Tenías veinte años y eras sincero".
Y además me di cuenta de que esta profesión es difícil, aunque yo trabajé sin parar. Podía vivir cómodamente de mi trabajo, pero a mí siempre me ha gustado estudiar; decidí hacer magisterio, porque no me gusta no sentirme libre, y sabía que siendo actriz no eres libre, estás pendiente del teléfono y del encargo. Así que trabajé y estudié para no depender nunca de nada ni de nadie.
Y fue al teatro, a ver a Marsillach. ¿Cómo se encontraron luego?
Él me llamó para una obra de teatro. Y me pilló fuera, rodando. Y después me llamó para un programa de televisión, y se produjo lo típico. Adolfo era tan seductor Creo que ahí estuve lista, porque no le di ninguna facilidad. Estuvo como un año detrás de mí, y entonces accedí; con resistencias, pero accedí. Fue una relación muy bonita.
¿Cómo le afectó que fuera un hombre con esa dilatada experiencia con mujeres?
No soy celosa, pero sí había que estar muy alerta y saber llevar esa relación inteligentemente porque había mucha provocación alrededor. Al principio, lo que más nos costó fue mantener la relación director-actriz. Cuando tienes un director de esa categoría, que monta espectáculos, te preguntas por qué no te llama a ti. Me costó mucho entender que no lo hiciera; pero un día me hice esta reflexión: es mi pareja, pero no tiene por qué contratarme, yo tengo que buscarme la vida como actriz. ¿Por qué he de fijarme siempre en sus proyectos? Eso fue lo que de algún modo consolidó la relación. No tenían que coincidir nuestros trabajos.
Así que siguió con él, pero sin ser su actriz.
Él me animaba también a dirigir. Le hice caso, y aún viviendo él puse en escena un espectáculo titulado Mujeres, a partir de unos cuentos de Mercè Rodoreda. Me fue muy bien, recibí un premio al mejor espectáculo en el certamen de directores de escena, y Adolfo me dijo: "Es un espectáculo inteligente y de enorme sensibilidad. ¡Tenías que haber empezado hace diez años!". Yo creo que uno ha de empezar cuando se siente fuerte. Pero eso me animó a creer en mí. Ahora ya llevo ocho espectáculos dirigidos, y me siento muy bien.
Pero ya sin él.
Sólo vio el primero; el segundo lo estrené viviendo él, en Torrelodones, pero estaba representando [con Nuria Espert] ¿Quién teme a Virginia Woolf? No pudo verlo, y murió al poco tiempo.
Él dice en su libro de memorias que una vez usted cayó enferma y que se sintió huérfano, que dependía de usted
Sí, decía que se sentía como perdido, ¿no? Eso fue a raíz del tratamiento que sufrió, por el cáncer. De ese tratamiento y de su enfermedad sólo sabíamos sus hijas y yo. Él estaba comprometido a hacer un espectáculo con Amparo Rivelles y María Jesús Valdés, en Almagro. Estaba terminando su tratamiento de radiación. Yo era su sostén. Si yo estaba, él tenía la sensación de que no le iba a pasar nada. Pero el día del ensayo general en Almagro me puse malísima; me dio vértigo por primera vez, y me tuvieron que llevar a urgencias en Ciudad Real. Y me pasé todo el día en el hospital. Así que Adolfo tuvo que ir al estreno sin mí. Le auxiliaba Cristina, lo dice en el libro, y añadía que sin mí se sentía huérfano. Le daba seguridad.
¿Cuál sería hoy su retrato? Él decía en su libro que no se sintió querido, o entendido. ¿Cómo era el Marsillach de los éxitos? ¿Fue siempre un seductor?
Hasta el último día, sí. Adolfo era una persona muy independiente, y cuando digo eso es en todos los sentidos, personal, familiar o profesional. Es cierto que no le entendían; era una persona muy tierna, muy entrañable, pero también ponía una barrera que no podía franquear todo el mundo. Y eso le creaba una soledad con respecto a la gente de la profesión. Ésta es una profesión como todas, con pequeñas mezquindades, con envidias Y él era una persona que había triunfado como actor, como gestor cultural, como director, como escritor de artículos Eso creaba envidias en la gente. Él decía: "Y además tengo una mujer joven y guapa que no me engaña. ¡El colmo!". Era una persona muy honesta, y eso caía mal. Él se batía el cobre por aquello que pensaba que tenía que defenderse. Tenía una serie de valores de los que no se apeaba, y eso a la gente le fastidia mucho.
¿Para usted fue una sombra o una luz?
No, para mí fue una luz. Una persona que sabe tanto, tan honesta, tan respetuosa, tan educada como ser humano Eso te impregna. Además, si no hubiéramos tenido tanto en común, no hubiéramos estado juntos tantos años. Tenía rigor a la hora de enfrentarse a su trabajo, era serio con su profesión, y eso lo aprendes también. Claro que me molestaba que cuando me entrevistaban o hablaban de mi trabajo se refirieran a mí como la mujer de Marsillach Yo no quería ser conocida porque fuera su mujer, aunque estuviera muy orgullosa de serlo; quería ser conocida por mi trabajo. Así que cuando hacía una película, o una obra de teatro, o una serie de televisión, y daba una entrevista, ¡el titular siempre decía: "La mujer de Marsillach "! Y eso me dolía porque no quería que alguien pudiera pensar, y menos él, que yo me aprovechaba de su proyección. Y por eso, no es que fuera su sombra, sino que preferí estar siempre en segundo plano.
¿Y eso ha influido negativamente en su carrera?
Como actriz, sí. Él me lo decía. Porque yo dejaba muchos trabajos. Lo hacía para estar con él. Como tenía tanto trabajo, a veces tenía una semana, unos días, y me proponía un viaje, y yo hacía todo lo posible por hacerlo. Era una persona que sabía vivir la vida. Y como siempre estaba dispuesta, me reñía: "Mercedes, ¡no dejes de trabajar, un día lo vas a necesitar y no te llamarán!". Sí, eso perjudicó mi carrera de actriz.
Un sacrificio.
No lo tomaba como tal. Volvería a hacerlo. Pero, evidentemente, mi carrera de actriz se dolió de eso.
¿Qué es lo que más le fastidió dejar?
Nada. Dejé cine, dejé teatro, pero no me arrepiento de nada.
Usted vio la vida de este país circular a su lado. ¿Cómo la fue percibiendo?
Sí, hay algunas fechas clave. Estábamos haciendo Las arrecogías, de Martín Recuerda, cuando hubo el atentado de la calle de Atocha, aquella matanza de abogados laboralistas. Yo había estado con Adolfo unas horas antes de la manifestación que se produjo tras ese múltiple asesinato, y fui a la manifestación; él no lo sabía, no quería que él creyera que quería ir con él en la cabecera, para salir en la foto. El día que ganaron los socialistas fuimos juntos al Palace, y luego fuimos a la Puerta del Sol a comprar los periódicos. Una fiesta. Cuando el 23-F compró dos billetes abiertos a París, y estuvieron mucho tiempo en casa, sin usar, porque afortunadamente la democracia se estabilizó. Son acontecimientos que te van marcando. Y a él le marcó mucho que le echaran de la dirección de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, y la subida al poder de Aznar: "¡Me voy a morir con la derecha en el poder!". Y así fue: cuando murió, Aznar seguía en el Gobierno.
¿Cómo afrontó su muerte?
Él era muy valiente a la hora de hablar de su muerte. "No, no pasa nada, te mueres ", decía. Y hablamos de lo que pasaría luego. "Tienes que estar en un teatro", le decía yo. Le hubiera gustado estar en el María Guerrero, que significó tanto para él. ¡Al de la Comedia, donde estuvo la Compañía de Teatro Clásico, no quería ir ni muerto! Pero el María Guerrero estaba en obras cuando murió, así que lo llevamos al Español. Allí lo velamos, en el escenario.
¿Cómo fue ese último tiempo?
Adolfo lo llevó con una entereza tremenda. No tenía muchas ganas de ver a la gente. Se aisló. A veces venían a verle, pero era evidente que sólo atendía por educación; todos lo notaban como ausente. Sólo quería estar con sus hijas, conmigo. Era como si se estuviera despidiendo. Le encantaba la vida, y cuando vio que no podía vivir con la misma intensidad renunció a todo, empezó a despedirse. En esa despedida, a él le preocupaba no estar a la altura. Pero estuvo muy lúcido, muy valiente.
¿Le marcó a usted esa fortaleza?
Sí, porque me ha hecho más fuerte. He pasado unos años muy malos, ahora estoy bien. Él era una persona muy generosa. Me decía: "Mercedes, eres muy joven. Cuando yo no esté tienes que volver a enamorarte. La vida tiene tal fuerza que te enamorarás, y estará bien que así sea. ¡Pero que no sea de ningún gilipollas!". Y fíjate, ahora tengo una historia de amor con una persona. Llevamos pocos meses. Pero pienso: qué razón tenía, la vida tiene tal fuerza. Sin olvidar para nada el pasado en que sentí un infinito amor por Adolfo, la vida continúa y te permite enamorarte de otra persona, y eso está bien que así sea.
¿De veras que en aquella historia no hubo celos?
Sí, por mi parte sí los hubo. Lo que pasa es que yo procuraba que no se me notaran. Al principio se notaban, pero aprendí a dominarlos. En una relación, siempre tienes que observar algunas estrategias, incluso has de simular que te alejas un poco para que sea él quien tenga interés en ti, porque si te ve muy volcada, muy pendiente, muy necesitada de él, eso no es bueno. Y yo creo que ese juego lo seguimos los dos.
La veo haciendo un libro de autoayuda.
No creo.
¿Era un hombre feliz?
Yo creo que él hubiera dicho que si eres mínimamente inteligente no puedes ser feliz; puedes tener momentos de felicidad, pero feliz del todo no eres nunca. Era un hombre satisfecho con la vida. ¡Cómo vas a ser feliz con lo que se ve en los noticiarios! Sería egoísmo, un egoísmo estúpido. En todo caso, se sentía un privilegiado, porque trabajaba, como yo, en algo que le gustaba mucho. Y tenía éxito y suerte, con el trabajo, con la vida, con las mujeres
¿Leer sus memorias, con tanta referencia a las mujeres, le produjo resquemor?
Cuando me dijo que iba a escribir sus memorias, me previno que aquello podía ser incómodo para mí. Pero le dije que no sólo éramos pareja, sino amigos, así que no debía sentirse cohibido a la hora de escribir. Además, como él escribía a mano -¡ni siquiera llegó a la máquina de escribir!-, yo era quien le escribía en el ordenador sus páginas manuscritas Jamás mostré dolor o la incomodidad que me provocaban algunas de esas cosas, no quería cohibirle.
Imagine que se prolongara ese libro. ¿De qué se dolería más?
De haber primado el trabajo sobre cualquier otro tipo de relaciones. De la deslealtad de algunos amigos. Con los años reconoció que yo había puesto la vida por encima del trabajo y que eso a su juicio era más inteligente. "Yo he sido muy tonto", decía. Yo le entendía, y sabía además que en una relación como la nuestra teníamos que ser sobre todo amigos. El amor suele ser posesivo, restrictivo, y yo creo que el amor es sobre todo amistad.
¿Y en una relación en la que el hombre es tan activamente seductor no se corre el riesgo de que cualquier malentendido la resquebraje?
Sí. Lo que pasa es que Adolfo era muy leal, aparte de su coquetería. Quizá una persona más insegura que yo se hubiera sentido peor. Yo me sentía muy segura. Sabía que era muy difícil que él y yo nos separáramos. Le conocí con 20 años y murió cuando yo tenía 49. No era una relación fácil de romper.
¿Y se produjeron circunstancias que hubieran acabado en ruptura?
Hubo una crisis, pero no entre nosotros; se cruzó otra persona. Duró unos meses.
¿Y cómo se cose esa herida?
Intentando comprender que pudo haberme pasado a mí, pero que le pasó a él.
Muy fuerte ha tenido que ser
Eso me decía cuando estaba enfermo. "Tienes un carácter tan fuerte", decía. "Eres tan alegre, y eso me ha ayudado tanto". Lo que me desarma es ver a alguien en una posición de humillación, no lo puedo soportar. Ves a esos inmigrantes, en un estado de necesidad absoluta Eso me desarma.
Aquella crisis. Neruda tiene un verso: "Las cosas rotas, las cosas que nadie rompe pero se rompieron".
La herida fue fuerte en ese momento; pensé en abandonar, pero también pensé que sin él estaría peor, y aguanté. Él dice en su libro que fue una aventura totalmente "innecesaria y humillante para mi mujer". Comprendió que había metido la pata. Le hablé como amigo, y le pregunté si se había enamorado. No, no se había enamorado. Así que le dije: "Si tú quieres que sigamos, seguimos".
¿Y eso no deja una cicatriz visible?
No, porque cuando lo que hay es amor, respeto y comprensión, la relación se reactiva mucho más. Yo tenía a Adolfo en un pedestal, y ese pedestal se resquebrajó y se cayó. Y eso fue muy bueno para mí, porque en lugar de sentirme despreciada y ninguneada, me sentí a su altura. Dije: "Soy mejor que él, soy más que él". Eso me dio confianza en mí misma, y él lo valoró.
¿Lo comentaron después?
Lo hablamos mucho. En un viaje a Salzburgo me dijo: "Sé que la única persona a la que hubiera vuelto eres tú, porque eres una amiga". Y la última semana fue muy tierna; se emocionó, me daba las gracias, por aquello también.
¿Cómo evoluciona el amor?
Pasa por distintos estadios. La pasión del enamoramiento al principio. Luego viene la lealtad, y en mi caso también hubo la admiración. No podría estar con alguien al que no admirara o respetara profesional y humanamente. Y yo creo que me sentí mejor con Adolfo cuando él me reconoció también como directora de teatro.
Pero, obviamente, aquí se cumple el dictado de que la mujer renuncia más que el hombre.
Puede ser. Las mujeres ponemos por delante el amor, y los hombres ponen el trabajo.
¿Usted no lo haría?
No.
¿Y ahora?
Tampoco.
¿Con la misma intensidad?
Lo que pasa es que la vida te enseña y hay que ser precavido.
¿Se ha rehecho usted?
Cuando alguien tan importante en tu vida se ha ido, eso está ahí siempre. Recuerdo a Adolfo todos los días. Cuando murió, yo había perdido las ganas de vivir, trabajaba sin ilusión. De hecho, estuve tomando antidepresivos, porque tenía una tristeza infinita, y ahora eso se me ha pasado totalmente. Y eso es gracias a una persona que está cerca de mí ahora. Éste es como el ecuador de mí, un antes y un después. Me han dado ganas de vivir, y eso está bien. Yo creo que es Adolfo quien me lo ha enviado.
Ése fue el clic que acabó con la depresión.
Sí, conocer a esa otra persona. Le conocí hace un año, pero llevamos tan sólo unos meses.
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