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Reportaje:

Kandahar vive en otro siglo

Anclada en el pasado, la ciudad afgana es la más castigada por la guerra contra los talibanes

Ángeles Espinosa

Un viaje a Kandahar es un viaje al pasado. Las calles llenas de bicicletas, las tenduchas iluminadas por candiles, los turbantes de los hombres, todo parece transportar varias décadas atrás. Sin embargo, los vehículos calcinados que salpican la carretera que une el aeropuerto con la ciudad conectan con un presente lleno de incertidumbres. La provincia sufre el 80% de los atentados suicidas que desde el año pasado sacuden Afganistán. Una vez más, en Kandahar chocan dos formas distintas de soñar el futuro del país.

La antigua capital del reino afgano aún conserva huellas de su pasado esplendor en algunos edificios y en las miradas de los orgullosos pastunes que la habitan. Resulta difícil imaginarse el oasis que fue en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando la presencia de los ingenieros estadounidenses que trabajaban en la cercana central eléctrica dejó impronta en el trazado de sus amplias avenidas y en la construcción de villas rodeadas de jardines. Hace mucho tiempo que se han secado las mimosas y las buganvillas.

La música, prohibida durante el gobierno de los talibanes, suena ahora en cada esquina

La sequía ha reducido el río Argandab a un regato y los canales que irrigaban Kandahar se han convertido en charcas llenas de basura. Como en el barrio de Loya Wat (Gran Arroyo), al oeste de la ciudad, que responsables de seguridad de la ONU, vetan a sus empleados por "muy peligroso". Para los residentes, el mayor peligro es la pobreza, la falta de infraestructuras y el hacinamiento en el que viven las extensas familias pastunes. Aquí, las calles no están asfaltadas y el polvo lo envuelve todo.

En medio de ese paisaje terroso, destaca al fondo la cúpula azul turquesa de la mezquita que construyó el clérigo Omar, el líder tuerto de la milicia talibán, cuya sombra vuelve a proyectarse sobre los afganos. La que fuera su casa, un poco más allá, es hoy un cuartel estadounidense. El avance de los milicianos, de un lado, y los efectos de las operaciones militares para combatirles, de otro, han colocado a los habitantes de Kandahar ante una elección difícil.

"Ésta es una ciudad que vive del comercio", explica Abdel Salam, que vende especias en el bazar Ark. "Dependemos de los agricultores del resto de la provincia: si tienen una buena cosecha, vienen y compran; si no, ya les ve, se pasean sin nada que hacer porque han perdido sus ingresos de un año, y eso nos afecta a todos". La Operación Medusa, el último intento de las tropas internacionales y afganas por erradicar a los talibanes de una comarca próxima, ha arruinado los cultivos y llenado Kandahar de refugiados.

La actividad del bazar resulta difícil de calibrar. A diferencia de la época talibán, los puestos están repletos y sus callejuelas llenas de hombres. Sólo hombres. Las pocas mujeres que se aventuran a salir a la calle lo hacen cubiertas con el ominoso burka, esa especie de tienda de campaña individual que las hace invisibles al mundo exterior. No hay que sorprenderse. Aunque el mundo descubriera ese atavío durante la época talibán, el burka cubre a las mujeres pastunes desde que a principios del siglo pasado el rey Habibulá lo impusiera en su harén para esconder la belleza de sus concubinas.

Los talibanes quisieron esconder mucho más. Pero los tacones que asoman bajo esas túnicas marcan la diferencia entre un uso social, más o menos aceptado, y aquella imposición brutal. "La sociedad aquí es muy conservadora", precisa Timur Shah, un periodista local. Para lo que quiere. La música, afgana o india, prohibida durante el Gobierno de los radicales islamistas, suena ahora a todo volumen en cada esquina. En los cafetines, los parroquianos miran extasiados los vídeos musicales de las televisiones por satélite. Y quienes pueden permitírselo, se apresuran a comprar un móvil.

Pero esos elementos de la modernidad que se han colado en los casi cinco años transcurridos desde el derrocamiento de los barbudos, no han tenido parangón en las mentalidades. Incluso quienes han vuelto del exilio en Pakistán o en Irán se aferran a los viejos códigos de honor tribales, temerosos de perder su identidad que, por otra parte, los propios talibanes manipularon. En medio de esa confusión, el lenguaje de la milicia suena más cercano que el de la comunidad internacional.

Varias mujeres acuden a comprar a una panadería de Kandahar vetada a los hombres.
Varias mujeres acuden a comprar a una panadería de Kandahar vetada a los hombres.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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