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España no se rompe

Resulta evidente que España no se rompe. Por más que se repita esta frase para advertir de las posibles consecuencias del Estatuto de Cataluña. Y por más que cueste trabajo argumentar contra la frase, dados los defectos teratológicos de que adolece tal Estatuto.

Lo cierto es que la intuición conduce a una conclusión menos pesimista. La intuición conduce a concluir que, pese a todo, España no se rompe.

No sé cómo. Pero sí sé que no se rompe. Por tanto, resultará desmesurada -y por desmesurada, falsa- toda formulación política que parta de tan exagerada aseveración.

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La intuición y la razón no se contraponen. La intuición no es incompatible con el razonamiento lógico, ni es de peor condición como camino de acceso a la comprensión de la realidad que el conocimiento lógico, teniendo como tal al razonamiento deductivo.

La lógica, desde Pascal y Henri Bergson hasta la "inteligencia emocional", exige al formular una teoría el respeto a todos los aspectos, no solamente los aspectos deductivos del razonamiento y de la conclusión. Por eso, concluir que de la aprobación del Estatuto de Cataluña resulta -como conclusión inexorable- la ruptura de la unidad de España, es, como decimos, desmesurado, exagerado y absurdo.

Frágil sería la unidad de España, y no merecería ser defendida como un valor superior, si no resistiera el embate de una norma defectuosísima ya en su propia sustancia normativa y arcaica en su inspiración política por su raigambre en un doctrinarismo historicista creado desde la falsedad para servir de coartada a sus formuladores, en el fútil intento de "inventar" ahora una nación que nunca existió antes. Una norma estatutaria inviable en el contexto actual de creación de una unidad europea basada en la supranacionalidad y no en la infranacionalidad regional. Incompatible con las exigencias de una globalización que hace del inglés la lengua vernácula de la humanidad y del castellano la segunda lengua en el hemisferio americano del norte y del sur. Con presencia cultural -y política- pujante, de la mano de la inmigración de procedencia latinoamericana en Europa y en Estados Unidos.

A todo ello se suma el hecho de que esta norma estatutaria, además de ser de mala calidad técnica, es de rango inferior a la Constitución, con lo cual, desde Kelsen, su capacidad de agredir lo que aquélla consagra es nulo.Por esta razón, bien pronto se verá que nuestro Tribunal Constitucional se conformará con algún retoque o maquillaje cosmético al texto estatutario. Respetando de tal modo la voluntad política que subyace en la aprobación mayoritaria, en Madrid y en Cataluña, con fuerte mayoría parlamentaria, aunque con poca emoción refrendataria, de este bodrio.

Lo más seguro en relación con la vigencia de este Estatuto es que empiece pronto a tener problemas de aplicabilidad práctica, como ocurre siempre que se crean leyes desarraigadas de la realidad a la que deberán ser aplicadas. Con lo que "prevalecerán contra su observancia el desuso, la costumbre y la práctica en contrario".

El Estatuto -este Estatuto al menos- pasará. Y España pasará también.

España pasará frente al separatismo catalán y la inviable "nación catalana", pero diluida en los Estados Unidos de Europa, cuando éstos se constituyan. Y a esto segundo, tan deseable como indefectible, le queda todavía, por desgracia, más de un hervor.

Por tanto, apuntalar una estrategia política sobre la base falsa de que "España se rompe" constituye el peor error en que en el día de hoy puede incurrir el Partido Popular. O el PP pone tierra de por medio respecto a los púlpitos predicadores de esta catástrofe de apocalipsis milenarista, o, en su soledad, y en su quijotesca defensa de esa desventurada y débil doncella que al parecer es la unidad nacional, verá alejarse las posibilidades de ganar las próximas elecciones, pese a las facilidades que la errática política del actual Gobierno le está deparando.

Ya hemos dado por perdida una baza que sólo al PP correspondía: la de haber acabado con ETA. No demos por perdida la segunda, que es la reforma de la Constitución. ¿Para qué esta absurda batalla contra la reforma de los Estatutos en cuyo proceso los votos del PP no son necesarios? Nuestras razones deben ser libradas en un reforma constitucional donde la mayoría cualificada hace nuestros votos imprescindibles.

Aznar dijo un día que la reforma de la Constitución "no toca".

Y mantuvo ese planteamiento, en el Consejo de Estado hace unas semanas, pese a que el cambio de situación obligaría lógicamente a revisarlo. Sin embargo, sus epígonos, sin reconsiderar su vigencia, con un incomprensible respeto reverencial, mantienen la vieja posición, como si se tratara de un dogma de fe.

Yo estimo, con todos los respetos, que empecinarnos en la batalla de los Estatutos que tenemos de antemano perdida, como se está viendo -y que perderemos más cuando el Tribunal Constitucional dé luz verde al Estatuto catalán desestimando nuestro recurso-, constituye un error estratégico importante.

Es necesario que Rajoy recupere el centro del ring en el final de ETA. Y es necesario que propugne la reforma constitucional como primer punto de su programa político de cara a las próximas generales, con un texto articulado de nueva Constitución, como proyecto para buscar un consenso, y en el que se explicite el papel que a su juicio debe corresponder al poder del Estado y el que debe corresponder a las Comunidades Autónomas en el siglo XXI. Solamente así puede mantener la coherencia, sin tenerse que morder la lengua cada vez que se le pregunta qué va a hacer con el Estatuto catalán si gana.

Pero para eso hay que dejar de escuchar a los predicadores de la catástrofe ya estén dentro de la casa o fuera de ella. Si no, es imposible, y los que algo hemos contribuido a la creación del Partido Popular contemplaremos estupefactos cómo el actual presidente del Gobierno se alza con el santo de la "pacificación" frente a ETA. Y también con la limosna de la "unión en la pluralidad" de los "pueblos de España".

Y todo ello porque desde esos púlpitos y esos periódicos se ha creado la teoría de que el atentado del 11-M fue debido, en todo o en parte, a ETA, para, como en una segunda edición de la Operación Ogro, abortar la continuidad de Aznar representada por Rajoy. Esta manera de argumentar se revuelve cruelmente contra el PP y contra sus intereses.

Pues, ¿con qué credibilidad puede el PP presumir de haber sido quien acabó con ETA si, al mismo tiempo, le está achacando a ETA la causa de su derrota electoral?

¿Quién hizo cada vez más inhabitable el "santuario francés"? ¿Quién limó los espolones de sus asesinos? ¿Quién si no la tenacidad de Aznar y el acierto de sus ministros del Interior, Oreja, Rajoy y Acebes? Gracias a ellos, hay más de doscientos comandos -asesinos de verdad- detenidos, y ETA lleva ya casi tres años sin ser capaz de matar, conformándose con poner petardos en zonas deshabitadas, cosa que puede hacer cualquiera de los que queman contenedores en las manifestaciones del casco viejo, sin necesidad de entrenamiento en Argelia.

Gracias a Aznar y a sus ministros, ETA está haciendo de la necesidad virtud. Y "regala" como "tregua" su ya obsolescente y decaída capacidad asesina.

El terror islamista, con su fanática eficacia, con el "prestigio aterrorizador" de quienes no respetan la vida ajena pero tampoco la propia, hace, además, que los viejos terroristas de ETA, en su cobarde salvaguardia de la propia integridad, pierdan su eficacia y pierdan su "prestigio" en el manejo del miedo de sus víctimas potenciales.

Una sociedad o le teme a ETA o le teme a los islamistas. Ambos terrores son incompatibles por la propia psicología del miedo. Como son incompatibles un dolor de muelas y un dolor de pies al mismo tiempo, porque sólo se nota el más fuerte. Razón objetiva que hace inviable la continuidad de ETA. Y así, "conceden" la tregua, porque no pueden, aunque quisieran, seguir matando.

Por todo esto, el escenario ha cambiado. Los que fueron fenomenales ministros del Interior con Aznar deben dejar de ser los ministros del Interior que fueron y asumir el nuevo rol que les corresponde, sin dejar que les adoben las heridas con el bálsamo envenenado de la radicalidad y la revancha, que sólo satisface a los incondicionales al tiempo que enajena la confianza de los tibios.

Mariano Rajoy lo ha conseguido, como lo demuestra con sus grandes intervenciones parlamentarias, en las que la mezquina cazurrería de sus oponentes, recurriendo al ardid y a la trampa, no hacen sino enaltecer su virtud y su razón.

Pero flaco servicio le hacen aquellos que -empezando por el propio Aznar-, deseosos de lavar la propia imagen, que consideran manchada por la forma como los sacaron del Gobierno, se niegan a mirar de frente el futuro, empeñados como están en conducir mirando hacia atrás por el espejo retrovisor del 11-M.

De la última entrevista radiofónica de Rajoy extraje la conclusión de que la operación para desmontarle del liderazgo del PP ha comenzado ya. Y que quienes le inducen a radicalizar sus mensajes en el catastrofismo y en el Apocalipsis, acusándole de débil y de acomplejado, aspiran a su defenestración. Creando para ello el caldo de cultivo entre los seguidores del PP para que regrese Aznar a liderar una segunda transición, ante la pretendida insuficiencia del liderazgo del actual presidente del partido.

O Mariano Rajoy reacciona anticipándose o dudo que le dejen ni siquiera comparecer como candidato a las próximas elecciones legislativas.

Antonio Hernández Mancha fue presidente de Alianza Popular.

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