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Columna
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Sin condiciones

Una contempla cómo juega Rafael Nadal durante horas, bajo un sol de castigo, cómo sigue corriendo y llegando a todas las bolas que le lanza el rival y ajustando las suyas a las rayas del fondo de la pista de tenis. Una le ve perseguir cada punto con determinación y alegría, después de no sé cuánto tiempo de juego, y cree comprender no sólo lo que es el talento, sino lo que significa en el cuerpo y en el espíritu tener veinte años. Se me podrá objetar que no todos los chavales de esa edad tienen los veinte años de Rafael Nadal, que seguro que muchos de los jóvenes de los que hablan los estudios sociológicos y las estadísticas desagradables, ésos que se pasan las horas quietas pegados a un monitor, que se nutren esencialmente de comida basura o que empiezan a beber, esnifar y polintoxicarse en la más tierna adolescencia, ésos seguro que llegan a los veinte hechos polvo, en una forma nada atlética o en mucha peor forma que la mayoría de los cuarentones que se cuidan, dedicándose con puntualidad al jogging, el senderismo, la dieta mediterránea, el tai-chi o el Pilates. Aceptemos entonces que hoy el cuerpo ha dejado de ser un indicador fiable de la edad, para volverse un terreno donde las apariencias no se limitan a engañar, sino que a menudo contradicen las lógicas más tradicionales. Hay adolescentes que no pueden llevar su plato al fregadero porque se cansan y ancianas que ganan pruebas deportivas internacionales.

Nos quedaría entonces la determinación del espíritu,. pero ese terreno también se ha vuelto incierto. Si tuviera que representar qué significa espiritual o internamente ser joven y sólo pudiera elegir un motivo, rasgo o condición, diría que la juventud equivale a la confianza en que la vida no está escrita de antemano. O, si se prefiere, que la vida es una trama imprevisible y, sin embargo, susceptible de ser diseñada y construida, como los partidos de Nadal, a base de inteligencia y dedicación. Eso es para mí ser joven, confiar en una vida cuyo argumento lo puede escribir, con éxito, cada cual. A mayor confianza, por lo tanto, más juventud. Y viceversa.

En una entrevista recientemente publicada en estas páginas, el sociólogo Javier Elzo, experto en estudiar a nuestros jóvenes, hacía suyas estas palabras de Rafael Munoa: "No quisiera ser joven hoy". Al leerlo pensé, espontáneamente, que yo tampoco. Luego me pareció que ese asentimiento a bote pronto tenía bastante de renuncia o de tragedia y quise darle más vueltas. Y lo que ahora creo es que ser joven no es que se haya vuelto poco apetecible, sino que se está convirtiendo en imposible. El mundo -o el sistema, como antes se decía de un modo más enérgico y preciso- le está dejando muy poco sitio a esa confianza de la que hablaba hace un momento y que es para mí sinónimo de juventud. Cómo confiar hoy en que el futuro es una materia que pueden moldear la lucidez y el tesón, personales y colectivos, que pueden perfeccionar los pactos entre los deseos de uno y las necesidades de todos. Es muy difícil que brote esa confianza en un mundo-sistema donde todo parece calculado y previsible, escrito de antemano, donde llamamos actualidad a la repetición y al fatalismo de los empleos frágiles y las viviendas remotas, vedadas, de la degradación medioambiental que certifican a diario infinidad de signos (hace muy poco el Sol era un placer, hoy es una amenaza; las cremas solares servían ayer para broncearnos, hoy para alejarnos de sus rayos).

Un mundo donde la expresión o la comunicación de la inteligencia nunca ocupan los prime time, que están reservados a las banalidades y las sandeces o, si se prefiere, dedicados con premeditación y lujo de detalles vistosos al contagio del escapismo, la indiferencia y la incultura, donde las ideas se inclinan ante las fórmulas (mayormente numéricas) y los deseos hace mucho que no saben distinguirse de las apetencias. En un mundo así de irremediable, de fatal, la juventud más que su futuro lo que pierde son sus condiciones, los rasgos mismos de su definición.

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