Vivir en paz
La paz, la convivencia sin que nadie trate de imponer sus ideas violentamente, es una condición necesaria para el ejercicio pleno de las libertades cívicas. La democracia tiene una vocación incluyente en la que caben todas las posiciones políticas, todas las opiniones, si se ejercen desde la aceptación de las reglas de juego. En estos momentos en que se abre la posibilidad de acabar con la violencia terrorista ejercida por ETA, es básico para la orientación de todos los esfuerzos tener claros los elementos de convivencia libre de toda sociedad democrática.
La articulación de un sistema democrático se basa en la ciudadanía como el elemento definitorio del derecho de pertenencia, al que no se puede anteponer ningún otro. En el País Vasco, el único factor que perturba, incluso impide, el ejercicio pleno de la democracia es la persistencia de la violencia. Su desaparición significaría la liberación de la ciudadanía de la lacra que la limita en el ejercicio pleno de sus funciones.
Por eso resulta tan extraña la confusión que supone hablar de la paz ligándola a condicionamientos políticos supuestamente democratizadores. ¿Mantienen que el precio de vivir en paz es ceder a lo que ellos pretenden políticamente, lo que contradice el fondo y la forma del sistema democrático? No reclaman la posibilidad -legítima- de defender sus ideas en igualdad de condiciones con los demás, aceptando el pluralismo natural de toda sociedad democrática.
En la fase en la que estamos, la intención de sacar ventajas políticas de la violencia, legitimándola de pasado y de futuro, conduce a lo contrario de lo que se afirma. No democratizaría el País Vasco, sino que le amputaría el derecho de pertenencia democrática, ciudadana, a una parte de su ciudadanía.
En nuestro caso, la paz no se contrapone a la guerra, porque no la hay como enfrentamiento violento entre partes, sino a la persistencia de una acción violenta unilateral que ha roto durante décadas las reglas de juego de la convivencia mediante el asesinato, la extorsión, el secuestro y la amenaza. A este grupo violento -el último de estas características en Europa- se han sumado como entorno otros que, sin estar directamente en la acción terrorista, la prolongan, le dan apoyo y aprovechan el terror para objetivos políticos idénticos a los de la organización terrorista.
Ahora que se abre la posibilidad, tal vez en mejores condiciones que nunca, de acabar con este fenómeno que alteró toda la época democrática, es lógico que se especule, sobre todo, que aparezcan sesudos especialistas opinando sobre los porqués de la situación creada. Incluso es lógico, por terrible que parezca, que haya gente que no quiera realmente que esto se acabe. Sin embargo, con los altibajos que acompañarán al recorrido, es posible que estemos entreviendo el final de esta locura.
¿Cómo ordenar el esfuerzo de todos los demócratas para ayudar, seriamente, en este proceso? Hablo de los demócratas porque hoy, como ayer cuando firmamos los Pactos de Ajuriaenea, de Madrid y de Navarra, es imprescindible para el buen fin del proceso el entendimiento de fondo entre las fuerzas democráticas, más allá de sus legítimas diferencias.
No debí de ser bien comprendido cuando afirmé que el apoyo al Gobierno en esta lucha debería mantenerse incluso cuando se cometan errores. Es claro, sin embargo, que hacía referencia a los principios básicos que han acompañado a estos pactos. El Gobierno de la nación tiene la responsabilidad de conducir el proceso, y los desacuerdos, cuando los haya, deben sustanciarse discretamente, sin polémicas públicas que sólo favorecen a los violentos.
Como ocurrió en el proceso del 98, con una tregua "indefinida pero no incondicional", había cosas que no me parecían acertadas en la conducción llevada a cabo por el Gobierno de la época, pero, como los dirigentes del partido socialista, me cuidé rigurosamente de polemizar sobre esas discrepancias. Era mucho lo que estaba en juego para anteponer intereses de partido a los intereses del Estado. Ahora, en circunstancias parecidas aunque diferentes, seguramente tendré los mismos problemas y, por ello, comprenderé que la oposición también los tenga, pero lo que intentaba reclamar era el mismo comportamiento que tuvimos cuando la oposición era Gobierno.
Por eso resulta tan extraño que el nombramiento del nuevo ministro del Interior haya sido cuestionado tan irresponsablemente. Ya lo hicieron con el anterior, olvidando que los nombramientos habidos en el Gobierno del PP para el Ministerio del Interior jamás fueron criticados por los socialistas, aunque hubiera méritos para hacerlo.
¿Cuál sería el interés en debilitar la figura del ministro clave en la lucha contra el terrorismo? Expresiones tan burdas como poner al zorro en el gallinero sólo permiten preguntarse a qué gallinas se refieren que necesitan protección frente al ministro. Parece que no lo quieren dejar trabajar, por lo que inician su tarea opositora con más de 200 preguntas sobre el 11 de marzo. Ahora que pueden disponer del sumario, que da respuesta a sus inquietudes -en todos los sentidos del término- y podrían solicitar, sin interferir en la acción de la justicia, que se reabriera la Comisión de Investigación, para aclarar en el ámbito parlamentario lo que es propio del mismo: dónde estuvieron los fallos, por qué no pudieron ser evitados y, eventualmente, a quién o quiénes hay que atribuir las responsabilidades.
No han sido los únicos en el cuestionamiento. También el dirigente peneuvista Egibar lo ha descalificado por razones opuestas a las esgrimidas por los responsables del PP. Seguramente, Rubalcaba tiene la mala costumbre de creer que España es un espacio público compartido que nos define como Estado-nación al que pertenecemos por razones de ciudadanía, no de otra naturaleza. Incluso debe creer que en democracia las reglas son tan importantes como los contenidos, de manera tal que para cambiar los contenidos hay que utilizar las reglas y no saltárselas a la torera.
Sólo queda el consuelo de pensar que si Rubalcaba no gusta ni al Sr. Acebes ni al Sr. Egibar, es bastante probable que el nombramiento haya sido un acierto. Porque tendrá una ardua tarea, en este y en otros frentes, como la mayoría de los ciudadanos intuyen, y deberá sortear esas zancadillas sin perder la calma. Ha tenido un buen predecesor con el que podrá coordinarse bien en asuntos de competencia compartida para el buen fin de la tarea del Gobierno en el esfuerzo por acabar, definitivamente, con la lacra de la violencia.
Felipe González es ex presidente del Gobierno.
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