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De castores y armiños

¿Somos los humanos más complejos que los armiños?, se pregunta Terry Eagleton, dando por descontado que lo somos. Y con razón, claro, por más que todos podamos asistir a comportamientos sociales muy similares, en su rigor acrisolado, al de los armiños, y no sólo en las filas de la aristocracia británica, cuyo sentido clasista inspiró posiblemente el símil de Eagleton, sino también en amplios sectores de la juventud europea y muy especialmente en nuestro país. Sólo que aquí, ser pijo o pija, no es cuestión de pertenencia a una determinada clase, sino más bien de atuendo, de presencia física o simplemente de acento y entonación, gangosa y nasalizada. Se trata de un celoso y puntilloso cuidado de los signos externos, una caracterización personal que debe permitir establecer de inmediato la pertenencia del sujeto a tal o cual grupo urbano, neopunky, freaky, heavy, rapero, sharpero, nazi, bakala, etc., denominaciones que pueden variar de un lugar a otro, ya que no las características del colectivo en cuestión. La adscripción del sujeto a cualquiera de esos grupos debe regir su atuendo, sus gustos y su comportamiento, de forma que, para él, la vida se convierte en una sucesión de iniciaciones que, según van siendo superadas, otorgan a esa vida un sentido.

Siempre ha sido así, se me dirá; lo propio de la juventud es que tenga otros puntos de vista. Y así es, sin duda, sólo que hoy, gracias sobre todo a la comunicación digital, esos puntos de vista, más que relacionados con ideologías o planteamientos filosóficos, lo están con la moda. Y la moda, o las modas, no son lo que eran, cuando los chicos dejaban de llevar bigote o las chicas se acortaban la falda, y nuestros padres o nuestros abuelos decían comprensivos: son modas. Ahora, la palabra moda se utiliza casi exclusivamente en relación con las pasarelas de alta costura, y ello es así porque el conjunto de la vida cotidiana está inmerso hasta tal punto en la moda que la mayor parte de quienes la siguen ni siquiera lo advierten, convencidos de que visten, eligen y se comportan rigurosamente de acuerdo con su personalidad. Lo que menos sospechan es que sus hábitos y puntos de vista se hallan totalmente inducidos por el mercado. De ahí que, lo que considerado por separado y en detalle no deja de ser una moda, contemplado en toda su extensión es ya, de hecho, una verdadera manifestación cultural.

Claro que también la palabra cultura ha visto modificado su sentido en el curso de unos pocos años. La palabra que hasta mediados del siglo XX competía con civilización para reunir en un conjunto los rasgos más característicos de las formas de vida de los pueblos durante largos periodos -la civilización occidental, la cultura francesa o, simplemente, la Civilización, la Cultura-, ha dado paso, en el presente, a una serie de acepciones completamente nuevas. Hoy, cultura puede ser cualquier cosa. Si antes se hablaba de política de la empresa, ahora se habla de la cultura de la empresa. O del graffiti. O del botellón. Significados y aficiones que son, en muchos casos, negación misma de lo que tradicionalmente se ha entendido por cultura. Porque el problema no reside en que haya nuevas acepciones de la palabra o en que se utilice una palabra por otra, sino en que, a lo que ahora se pueda entender por cultura se le otorga el mismo valor que a la palabra utilizada en sentido tradicional, cuando se habla, por ejemplo, de una persona culta. Destacar esa diferencia, señalar que uno y otro sentido no debieran ser confundidos, ha llegado a tener connotaciones de juicio políticamente incorrecto, por lo que suele evitarse, como si relacionarse con un tipo de cultura y no con otra fuera simplemente una opción, es decir, elegir libremente una modalidad en lugar de cualquier otra. Tanto más cuanto que de todas las opciones de cultura que ofrece el mundo de hoy, la que se manifiesta con rasgos menos atractivos es la que corresponde al concepto tradicional, representado por una serie de arduos conocimientos y cuestiones filosóficas tenidas por inútiles y faltos de interés, tal vez porque, en última instancia, dan miedo. Con lo que la ignorancia respecto al mundo, a la vida y, en última instancia, a uno mismo no hace sino acrecentarse. Pero si alguien habla de incultura es más que probable que su interlocutor le diga que tal palabra no procede, ya que se trata simplemente de la libre elección de otro tipo de cultura, regido por los atuendos, las aficiones, el chateo informático,la música o los juegos de ordenador. Un tipo de cultura que, como cualquier otro, también cuenta con sus ritos de iniciación y sus prácticas de exclusión, como el bulling escolar, destinadas al margi, al que no está al día, con lo que unos y otros van aprendiendo lo que es la vida. La confusión entre moda y cultura termina de complicarse cuando se toma por rasgo cultural lo que es en realidad hábito resultante de un mandato religioso. Una religión, cualquier religión, crea hábitos culturales -fiestas relacionadas con determinadas celebraciones, por ejemplo-, pero los verdaderos mandatos religiosos no pueden ser confundidos con meras prácticas culturales. Para todo creyente, religión verdadera no hay más que una, y su acatamiento dista mucho de ser un hábito cultural. Pues una religión conforta y apacigua, pero también puede producir el efecto contrario, exacerbar, acelerar, exaltar, incitando a la violencia de un modo tanto más acuciante cuanto semejante fervor no parezca encontrar respuesta por parte de la divinidad. De hecho, calmar este tipo de exaltación es el objetivo último de la famosa Alianza de Civilizaciones: apaciguar al Islam, ya que los restantes cultos religiosos no suelen dar lugar a mayores problemas. En el Islam, en cambio, se dan prácticas de mandato religioso que resultan difícilmente compatibles con las reglas de convivencia de los países ajenos a esa religión, como es el caso del Occidente europeo. La obligación de llevar velo para las mujeres o el sacrificio de un cordero a la puerta del hogar, por ejemplo. Otros -la poligamia, los crímenes de honor- son directamente delitos. Y nada se soluciona empeñándose en considerarlos meras peculiaridades culturales.

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El solapamiento de significados, llamar cultura a cosas que en realidad no lo son, dando a todas ellas un valor equivalente, tiene malas consecuencias en el presente y peores ha de tener en el futuro, según a la juventud europea se vaya sumando la que es hija de una inmigración de diverso origen; la moda de quemar coches que el pasado otoño se extendió por toda Francia es sólo un aviso. Para evitarlo sería preciso adoptar una serie de medidas en el terreno de la enseñanza que en ninguna parte se adoptan como es debido, por no decir que se adoptan en sentido opuesto. Me refiero a los conocimientos relativos a cuestiones de fondo -historia, geografía, aproximaciones a las concepciones del mundo y de la divinidad que la humanidad ha desarrollado a través de los tiempos-, hoy en repliegue en todos los planes de estudio. Con la particularidad de que a los conocimientos referentes al Occidente europeo habrá que añadir los que se refieren a otras culturas, sin bobos gestos de soberbia ni no menos bobas concesiones a lo políticamente correcto. Que todos sepan al menos dónde están y de dónde vienen. ¿Cómo exigir un comportamiento cívico a quienes no saben una palabra de todo eso, a quienes ni siquiera son capaces de situarse, de saber quiénes y cómo son?

Se trata de cuestiones incómodas, que tanto como los políticos suelen soslayar los medios de comunicación. A medida que se ha impuesto lo políticamente correcto se han ido difuminando las enseñanzas de carácter ético, como si una cosa sustituyese a la otra y la corrección política fuese hasta de rango superior, de forma que mencionar principios como no matar, no robar, no mentir, resultara poco delicado. Paralelamente, se tiende a suprimir los conocimientos que mejor han distinguido al ser humano de otros animales, los conocimientos y disciplinas que han agudizado su memoria, su inteligencia, su entendimiento, su capacidad emocional, es decir: historia y geografía, arte, creación literaria, creencias religiosas, pensamiento filosófico. Materias que en los últimos años se han visto relegadas en los planes de estudio en beneficio de las puramente tecnológicas. La ignorancia resultante crea ciudadanos sin duda más maleables, pero también más irritables respecto a un mundo que no entienden, y más íntimamente infelices. ¿Por qué, si no, la ceremonia del botellón va estrechamente ligada a esa tendencia a romper lo que está entero, a ensuciar lo que está limpio? El dominio de la técnica y la destreza digital no parece que sean suficientes. Sin ir más lejos: ¿nos hace semejante dominio superiores al castor, animal de reconocida pericia constructora, por plantearlo en términos similares a los del armiño de Eagleton? Si tenemos en cuenta la relación entre necesidades y conocimientos técnicos de unos y otros, yo diría que no, que la tecnología de los castores es superior y hace de ellos seres más satisfechos.

Luis Goytisolo es escritor.

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