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Proyectar el paisaje

En el Colegio de Arquitectos de Cataluña se exponen los trabajos presentados en la IV Bienal Europea del Paisaje como participación al premio que lleva el nombre de Rosa Barba -la profesora que inició esta docencia en la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC)- y que ahora se organiza con un comité pilotado por Jordi Bellmunt. La exposición comprende temas muy variados, desde el paisaje extraurbano -heredero de unas formas naturales ya en buena parte muy civilizadas- hasta los espacios urbanos, basados en la artificialidad de la arquitectura o en las referencias funcionales y compositivas de otros paisajes. No sé si es un acierto incluir en una sola categoría episodios ambientales tan distintos. La misma nomenclatura induce a errores. No parece adecuado, por ejemplo, llamar "paisaje urbano" a cualquier espacio ciudadano, si es que con ello no se quiere imponerle disimuladamente una apariencia de paisaje natural, lo cual es un acto contra natura muy frecuente en las excusas políticas populistas. Por esta razón los trabajos de la exposición más interesantes son los que afrontan temas de paisaje extraurbano y, sobre todo, los que proponen en ellos unas intervenciones diseñadas.

Es evidente que el paisaje -su defensa y ordenación- requiere unos métodos iniciados en la consideración de su propia identidad. No se trata sólo de evitar que la expansiva suburbialización destruya el paisaje, sino de que el paisaje imponga su definición y su carácter. Esa definición se suele instrumentalizar con los planes y las normativas, algunas de las cuales han demostrado -o demostrarán- su posible eficacia, como por ejemplo, la ley del paisaje que la Generalitat ha puesto en marcha. Pero me temo que los planes territoriales y las normativas no son los instrumentos definitivamente adecuados, como no lo han sido los planes de ordenación y los reglamentos en el control del urbanismo de las ciudades. Casos como el del Empordà, por ejemplo, se parecen mucho al de ciertos ámbitos urbanos. En el Ensanche de Barcelona es obligatorio en las obras nuevas un especial tipo de fachada y hay que cumplir diversas minucias estilísticas con la pretensión de mantener un orden compositivo general. Pero por mucho que la normativa imponga, lo único que se consigue son unos edificios que, a base de ser burocráticamente obedientes, son los más insolidarios y casi siempre los más feos. En el Empordà, en la Cerdanya, en la Vall de Boí, se cae en la ingenuidad de unas normas formales incultas y perniciosas: se obliga a los nuevos propietarios a utilizar en las fachadas un preciso porcentaje de materiales nobles -piedra, madera, tejas antiguas, etcétera-, a mantener la cubierta a dos aguas y a aceptar aleatoriamente otras zarandajas del pastiche, con lo cual las nuevas aglomeraciones urbanas se convierten en unos belenes desalmados y ridículos. Mientras tanto, los payeses del lugar -los pocos que aún se mantienen, esperando que la expansión edificatoria les absuelva de cuidar vacas y sembrar campos y les permita hacerse más ricos- construyen barracones, establos, almacenes, instalaciones agropecuarias y residencias ocasionales, con los peores materiales y con las formas menos adecuadas desde el punto de vista de la integridad paisajística. El resultado: los suburbios desordenados van convirtiéndose en falso paisaje y el paisaje se reduce a los ridículos belenes -para el elitismo de la incultura- y a las manchas de otra incultura, la de un sistema agrario pobre, indeciso y anticuado.

Al igual que la ciudad, el paisaje -el campo agrícola, la playa, el mar, el bosque, el desierto, la montaña e incluso el parque urbano- no se puede defender exclusivamente con planes generales y normativas de estética abstracta. Hay que hacerlo con proyectos específicos y operativos. Hay que diseñar detalladamente el paisaje si queremos que sea un elemento integrado en nuestra civilización ambiental. Se puede dar un paso previo aplicando una protección cautelar, evidente, pero hay que dar en seguida el paso definitivo con unos proyectos totales que superen con el diseño la imprecisión de la norma. Y hay que proyectar -aunque sea modificando radicalmente lo natural- de manera que se rentabilicen los diversos usos posibles y se propongan funciones nuevas, desde el espectáculo estético hasta el disfrute físico y psicológico. Y, además, el poder físico y representativo para frenar las invasiones suburbanas con esas funciones y sus identidades culturales.

Por esta razón, entre los sugestivos proyectos de la IV Bienal, son especialmente mencionables los diseños concretos, los proyectos radicales de nuevos paisajes extraurbanos. Estas propuestas requieren instrumentos y métodos interdisciplinares, a diferencia de los temas exclusivamente urbanos a los que corresponden instrumentos y métodos arquitectónicos. Por esto ha sido un acierto conceder el premio Rosa Barba al parque de la Pedra Tosca en Les Preses, obra excepcional de los arquitectos de Olot Aranda-Pigem-Vilalta, que han sabido dar el salto sobre su propia disciplina relacionándose con el land-art, la geografía, la geología y el paisajismo pictórico. Es una obra de gran calidad que, además, rehúye los equívocos metodológicos.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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