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Cárceles imaginarias

Rafael Argullol

El pasado 25 de enero el senador suizo Dick Marty, al que el Consejo de Europa había encargado investigar las supuestas actividades ilícitas de la CIA en nuestro continente, declaró que consideraba probados los secuestros de sospechosos de terrorismo. Según sus palabras, al menos un centenar de vuelos habían efectuado escala en aeropuertos europeos con rumbo a Guantánamo, Irak y Afganistán. Asimismo, de acuerdo con Marty, resultaba evidente que se había procedido a una "subcontratación de la tortura" consistente en trasladar detenidos a países donde la aplicación de la violencia a los prisioneros era una práctica habitual. Quedaba por dilucidar la existencia de cárceles secretas en algunos países, entre ellos Polonia y Rumania, acusación lanzada por la asociación Human Rights Watch al estallar el escándalo en noviembre del año anterior.

Una semana más tarde el eurodiputado portugués Carlos Coelho, presidente de la comisión investigadora sobre los vuelos de la CIA, declaró que "ningún gobierno europeo se negaría a cooperar". Sin embargo, el 24 de febrero el senador Dick Marty se mostró abiertamente decepcionado ante la actitud de los gobiernos europeos y mostró su asombro por el hecho de que nadie hubiera pedido explicaciones a Estados Unidos por las posibles violaciones de los derechos humanos en Europa por parte del servicio secreto norteamericano.

Es cierto, no obstante, que en este mismo periodo el Parlamento Europeo votó una resolución que pedía el cierre de la prisión de Guantánamo y la devolución de derechos legales a los detenidos. Las informaciones acerca de los métodos utilizados por los militares norteamericanos para acabar con una huelga de hambre de los presos y nuevas imágenes sobre la brutalidad carcelaria de Abu Ghraib, el tristemente célebre penal de Irak, parecían haber impulsado aquella petición. Con todo, los medios de comunicación informaban de un dato que rebajaba mucho la fuerza de esta resolución puesto que únicamente 82 de los 732 diputados habían participado en la votación (la explicación de esta circunstancia era verdaderamente exótica puesto que se aludía al hecho de que, siendo viernes, los eurodiputados ya habían abandonado Estrasburgo para disfrutar del fin de semana, un argumento que nos ilustra sobre la consistencia del Parlamento europeo, cuyos miembros, como se sabe, gozan de sueldos nada despreciables).

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Aceptada, pese a esas rebajas, la validez de este pequeño acto de rebelión europea la decepción sigue siendo enorme al constatar la cobardía o la hipocresía -y más probablemente la suma de cobardía e hipocresía- en la actitud de Europa ante actividades tan evidentemente ilegales que ponen en peligro la fuerza moral de la lucha contra el terrorismo. La guerra sucia, como se ha demostrado hasta la saciedad, no sólo es inmoral sino que es siempre la peor de las soluciones. Las comunidades tienen el evidente derecho, y la obligación, de defenderse contra la dictadura del terror y también contra el poder ciego del fanatismo, por más que éste se escude en supuestas creencias religiosas o políticas; pero no pueden recurrir a la ley del subsuelo, al oscurecimiento de toda legalidad pues, al hacerlo, se colocan en una posición simétrica a la que dicen combatir. Y esa simetría de tinieblas desemboca, finalmente, en el desconcierto y la impotencia.

Todas las medidas contra el terror serán ineficaces mientras persista la evidencia de que se ha incubado un terror tan siniestro como el que se pretende combatir. A este respecto los hechos acaecidos en la prisión de Abu Ghraib tuvieron el efecto de anular la credibilidad, ya escasa, del Gobierno de Estados Unidos en su cruzada por la libertad y la democracia en el mundo.

Pero todavía es más demoledora la potencia negativa del reducto militar de Guantánamo. Aunque con poca fiabilidad siempre se puede alegar que Abu Ghraib fue una excepción, algo que escapó al control del Ejército norteamericano en las circunstancias confusas de una guerra, y que los culpables han sido juzgados (si bien sabemos que los realmente culpables nunca serán sometidos a juicio). Nadie puede alegar, en cambio, que Guantánamo sea una excepción.

Guantánamo es una construcción consciente, sistemática, sometida a toda la cadena de mando, desde el último carcelero hasta el primer mandatario. Y mediante esta construcción se ha impuesto la ley del subsuelo: acusaciones sin acusación, detenidos sin nombre, re

go inexistentes, cárcel fantasmal, presencia invisible. De vez en cuando algún pobre hombre inexistente es liberado de ese mundo igualmente inexistente. Resulta que es inocente pero nadie le pide perdón por haberle robado la existencia. Cinco largos años, desde la ya lejana guerra de Afganistán, los mismo años, por cierto, en los que Estados Unidos ve moralmente invalidada su lucha contra el terrorismo por haber instaurado, gracias a su apuesta por la oscuridad, una simetría de tinieblas.

Durante este lustro -que recorre el tramo inaugural de nuestro siglo XXI- Europa apenas se ha pronunciado frente al no-mundo de Guantánamo, desprestigiando de este modo su propia lucha antiterrorista. Y aunque es verdad que ni el penal cubano ni Abu Ghraib estaban bajo jurisdicción europea su onda expansiva afecta decisivamente a la posición de Europa ante la estrategia del terror. Cuando en los televisores de los cafés de Alejandría, Damasco o Karachi aparecen los cuerpos desnudos de los torturados o las jaulas de los prisioneros se anulan instantáneamente los argumentos occidentales en favor de la democracia e incluso los ciudadanos más reacios al extremismo islámico se deslizan hacia simpatías peligrosas. Cualquier viajero europeo puede constatar fácilmente esta actitud si visita alguna de estas ciudades. Es muy probable que las imágenes de Guantánamo sean más rentables para el terrorismo que todas las bravatas de Bin Laden.

Esto hace todavía más criticable la actitud de los gobiernos europeos ante el sórdido tema de las "cárceles secretas". Aunque no esté probado por completo que éstas se encuentren en algunas regiones de Europa -Polonia, Rumania- no hay dudas sobre la actividad ilegal de agentes norteamericanos, con vuelos clandestinos y tráfico de prisioneros a través de ciudades europeas. Incluso, a raíz de las primeras noticias sobre esta cuestión, se habló insistentemente de los aeropuertos de Barcelona y Las Palmas como lugares donde, de manera repetida, habían hecho escala los aviones "invisibles".

Nada hay más turbio que la creación de agujeros negros, zonas sin ley, por parte de quienes aparentemente todo lo apuestan al triunfo de la legalidad. La Europa ilustrada (la heredera de Grecia, el Renacimiento y la propia Ilustración) se queda sin capacidad de persuasión ante el mundo cuando permite la lógica del subsuelo. Así pasó con los totalitarismos del siglo pasado y también con la suciedad de las guerras coloniales, con la de Argelia como emblema. En todos esos casos se crearon universos carcelarios secretos que acabaron encerrando, antes que nada, la propia conciencia de los europeos.

Éste es también el riesgo actual: si no abrimos en canal la hipocresía cómplice para iluminar lo que realmente ha sucedido y quizá todavía está sucediendo no tendremos ninguna autoridad moral en la lucha contra el nihilismo terrorista. En las prisiones "inexistentes" acaban estando todos: los sospechosos y los que no hicieron nada para defender los derechos de los sospechosos.

Nadie intuyó mejor la monstruosidad de estas zonas oscuras en las que el espíritu zozobra todavía más rápidamente que los cuerpos que el grabador y arquitecto veneciano Giovanni Battista Piranesi, autor entre 1750 y 1760 de los dieciséis grabados que conforman las Cárceles imaginarias, un delirio visionario que se ha traducido en realidad histórica con inquietante frecuencia. En la obra de Piranesi el dominio del subsuelo acaba apoderándose de la entera existencia, dibujándose así el poder demoledor de las zonas oscuras preconizado por Dostoievski, Kafka u Orwell.

Deberíamos saber si seguimos construyendo cárceles imaginarias. Para nosotros.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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