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Columna
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Pegar

Entre las costumbres sociales que sirven a los sociólogos para medir la evolución de los españoles en los últimos 30 años no suele incluirse la práctica cada vez más extendida de sacudir al profesor de instituto. Para ilustrar lo mucho que hemos cambiado se acude al matrimonio o al sexo, y se dice: fíjense, los mismos que hace unos años penalizaban el adulterio permiten hoy que se casen las personas homosexuales. O también: fíjense, los mismos reprimidos que ayer cruzaban la frontera con Francia para ver El último tango en París pueden ver hoy en cualquier cadena local su peliculita pornográfica. Y en cambio no se suele decir, pese a lo expresivo que resulta el dato: fíjense, esos españolitos que ayer trataban de usted al profesor, los mismos que se levantaban del pupitre para dirigirse a su persona, hoy lo amenazan, lo insultan y a veces hasta le sueltan un sopapo.

No es que yo eche de menos aquellos tiempos en los que el profesor tenía el monopolio de la violencia y podía impunemente darte un capón o tirarte de la patilla. Me pregunto tan sólo qué habría pensado de los andaluces o de los españoles en general un extraterrestre que hubiese leído la semana pasada este suplemento. El jueves Margot Molina desde Sevilla nos contaba que en el Colegio de Infantil y Primaria Carlos V cuatro chicos de 12 a 14 años habían entrado con bates de béisbol para darle su merecido a un compañero. A la profesora que intentó detenerlos le prometieron darle su ración muy pronto. El viernes Manuel Planelles desde Córdoba informaba de la sentencia contra un chaval de segundo de ESO que había pegado a su profesor, y Mercedes Díaz daba cuenta de un paro en el Instituto Castillo de Luna en La Puebla de Cazalla (Sevilla) en protesta por la agresión de un chico de 16 años a un profesor que lo había apercibido por su mala conducta.

Con todo, lo sorprendente no es la concurrencia de estos tres sucesos, sino el hecho de que estas cosas todavía salgan en la prensa. Las agresiones y las amenazas de los alumnos a los profesores se han convertido en episodios tan habituales, que lo extraño es que los periodistas todavía los consideren noticia. Y está bien que así sea, que los periódicos luchen contra la anestesia que nos autosuministramos sus lectores para defendernos de los horrores que nos cuentan en sus páginas. Los atentados en Irak, el campo de concentración estadounidense de Guantánamo o las torturas en Abu Ghraib producen ya en mi sistema nervioso menos alteración que un anuncio de El Corte Inglés.

La violencia más o menos explícita entre los alumnos -eso que ahora llaman bullying- siempre ha existido en los colegios. Lo que ha cambiado en los últimos 30 años es la inclusión del profesorado y de los padres entre las víctimas. Pero esto, como el deshielo de la Antártida, no es un efecto final, no es la consecuencia de un gran fracaso educativo, sino un mero síntoma, la señal de una transformación social de mayor envergadura cuyos efectos están todavía por determinar. Mientras reflexionamos, la Consejería de Educación ha dicho que pondrá vigilancia privada en los centros que lo necesiten. Nos quedamos más tranquilos.

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