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Columna
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Conectados a la Edad Media

El gran Josep Pla aseguraba que el mejor escritor era aquel que plagiaba bien a los escritores anteriores. Me acojo a esta oportuna máxima para justificar el arranque de este artículo que vampirizo de una idea reciente de Alain Filkenkraut. Si existían los payasos sin fronteras, los médicos sin fronteras, los periodistas sin fronteras, etcétera, ahora estamos viviendo, en toda su eclosión, el fenómeno espectacular de los fanáticos sin fronteras. Ciertamente, hay un mundo en este mundo que ha decidido anclar sus posaderas en la pura Edad Media, pero saben utilizar la tecnología del siglo XXI con la misma precisión que lo haría un posmoderno. La triste metáfora que escribí en plena tragedia del 11-M, "nos matan con celulares vía satélite conectados con la Edad Media", no sólo sigue vigente, sino que consolida sus posiciones y aumenta sus retos. Es así como la locura integrista bebe de las fuentes de las épicas de hace mil años, pero se conecta por Internet, construye webs donde alimenta el enfrentamiento y utiliza los medios de comunicación con más inteligencia que los propios periodistas. Al Yazira, por ejemplo, llegó a convertir el degollamiento de personas en un reality show. Y así, blanqueado por la televisión, el fanatismo engrandece su influencia, transmuta su intolerancia en resistencia y hasta normaliza su presencia camuflando el carácter de pieza de antropología que realmente es. Nada de lo que ocurre es normal, pero pasado por la televisión puede parecer normal que, en según qué lugares del mundo, miles de personas griten enfurecidas contra Occidente, que los niños participen en autolesiones bárbaras para glorificar a un señor que mataron hace centenares de años, o que las mujeres vivan segregadas hasta de su propia mirada. Es tal la confusión que, en plena resaca por la orgía de fuego, grito y amenaza que nos han lanzado por ejercer el bien común de la libertad de expresión, muchos periódicos de Occidente han respirado contentos porque los chiíes de nuestras ciudades han celebrado pacíficamente su fiesta tradicional de la Ashura. Es decir, que hemos considerado una noticia excepcionalmente buena aquello que forma parte de la lógica de las cosas. Realmente estamos bastante mal; pero no nos hemos quedado ahí, y llevados no se sabe si por una mala conciencia mayosesentaiochesca o por nuestro clásico paternalismo, hemos proyectado una mirada comprensiva, multiétnica y biodiversa hacia algunas tradiciones que ni son comprensibles, ni ayudan a preservar el patrimonio cultural de la humanidad, ni tienen otra gracia que la de visualizar el fanatismo de cerca. La fiesta de la Ashura, con tipos sin camisa dándose latigazos en la espalda o puñetazos en el pecho, con todo el simbolismo del culto a la muerte, y con los niños viviéndolo -incluso en propia carne- como si fuera una fiesta, no es cultura. Es exposición pública de la catarsis colectiva característica del fanatismo, sea de la índole que sea. Que ello se haya producido en las calles de Barcelona, y que nuestra querida televisión esté encantada de enseñarlo como ejemplo de "tradición vivida pacíficamente", nos delata hasta qué punto estamos perdiendo el control de lo que ocurre. O, lo que es lo mismo, hasta qué punto la dialéctica integrista gana espacios en las sociedades libres. Filkenkraut lo explica muy bien en su artículo de Libération: "Sólo una ínfima minoría de los que, desde Pakistán hasta Argelia, protestan contra los dibujos daneses, podrían situar Dinamarca en un mapa de geografía. Pero, ¡qué importa la geografía! En la edad de Internet, todo el mundo está en todas partes y todos somos ángeles. Y este es el horror". No. La noticia no es, pues, que la Ashura de Barcelona se haya vivido sin matar a nadie, sólo faltaría, sino que nuestra población chií se apunta a la lectura fanática de su propia fe, y nosotros los miramos encantados, seducidos quizá por el colorido que siempre tiene el fanatismo.

Sumemos problemas. Por un lado estamos aplicando una autocensura brutal -resumida brillantemente en la portada satírica de El Jueves: "Estamos cagaos"- que ya ha modificado seriamente nuestra libertad. Hoy, ¿nos atrevemos a decir todo lo que diríamos ayer? ¿No tenemos más miedo? Por el otro, algunos dirigentes, como Rodríguez Zapatero, lejos de asumir el reto de la libertad, conectan con la mejor tradición asustadiza de Europa, cuyo máximo exponente debió de ser sir Neville Chamberlain, y piden perdón sin pedirlo, pero pidiéndolo un poquito. Con ello consolidan lo que nunca tendríamos que aceptar: que el interlocutor del mundo islámico no sea la voz crítica, democrática y pacífica del islam, sino la voz ruda, violenta y fanática del integrismo. ¿A quién pide perdón ZP? ¿A Salman Rushdie? ¿A la diputada somalí holandesa condenada a muerte por ser colaboradora de Teo Van Gogh? ¿A las mujeres que sufren la misoginia fundamentalista? ¿O pide perdón al Irán del enloquecido Ahmadinejad? En ese caso, no hace falta preguntarse quién está ganando. Finalmente, en esta suma de capitulaciones -y con la excepción de la valentía de una parte de la prensa europea-, las voces críticas del islam están más escondidas que nunca, probablemente más asustadas de lo que nunca estuvieron. Pocos Ali Lambret aparecen en el panorama. Está ganando el miedo, y como ello no lo podemos aceptar, transmutamos el miedo en paternalismo, en pretendida conciliación entre culturas y en retórica multicultural. Así reducimos los límites de la libertad de expresión sin decirlo, prácticamente sin reconocerlo, porque estamos asustados sin querer saber que estamos asustados. ¿Quién lo dijo en los años del inicio del nazismo? "Cuando la población empieza a tener miedo, el miedo vence".

www.pilarrahola.com

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