Años de tiza
Arrinconado al borde de un parterre lateral del paseo de Camoens, en el parque del Oeste, hay un triste monumento de piedra gris; sobre un modesto pedestal emerge la figura sedente y encapotada de un hombre sin rasgos muy definidos que ampara con su brazo derecho a un niño de pantalón corto.
Es el monumento al maestro, como indica la somera inscripción de su base, mezquino homenaje al sufrido gremio, erigido en los años sesenta, ínfima y borrosa estantigua inaugurada entonces con gran alharaca mediática, glosas y gacetillas que no subrayaban ni la dudosa maestría del escultor ni los indudables méritos del personal docente homenajeado; los ditirambos de reporteros y gacetilleros iban dirigidos casi en exclusiva al infante que había servido de modelo para el deleznable engendro, el niño Francis Franco, nietísimo del superlativo dictador que le cedió su ominoso apellido.
Algo de ominoso, dentro de su pequeñez, tiene el grupo escultórico. La última vez que tropecé con él, a la hora del crepúsculo, aún brujuleaban en su entorno travestis y prostitutas de conducta y vestimenta poco ejemplares, pero el niño de piedra seguía con la mirada prendida en la de su maestro, protegido del mundo, el demonio y la carne, bajo los rígidos pliegues de su capa. Un artista callejero había pintado con alevosía dos incisivos sanguinolentos a juego, transformando el conjunto en un monumento al vampiro de Transilvania, y otro colega, de colmillo aún más retorcido, insinuaba en torpe garabato que aquello más bien parecía un homenaje al pederasta anónimo.
Pese a haber cedido a su nieto, sangre de su sangre, como modelo, la insignificancia de la obra reflejaba la escasa consideración de Franco por un gremio sospechoso, muy mermado después de la incivil contienda, por muerte, prisión, exilio o inhabilitación perpetua. Los valedores de la nueva, viejísima, España del movimiento retroactivo apenas conseguían controlar el reflejo de echar mano a la pistola cuando alguien mencionaba ante ellos la palabra cultura. La cultura general, generalísima, se impartía en las aulas españolas a golpe de palmeta, capón, colleja, bofetada o pellizco de monja en los colegios femeninos, y los castigos físicos, de rodillas y de cara a la pared, con los brazos en cruz y libros en las manos contribuían al mantenimiento de una estricta disciplina; la obediencia ciega y la sumisión silenciosa eran valores pedagógicos de primer orden.
Si las denuncias por malos tratos infantiles tuvieran hoy efectos retroactivos, miles de ex niños españoles escolarizados en aquellos años de tiza y de plomo estaríamos cobrando sustanciosas indemnizaciones; a euro por colleja, abundarían los millonarios, sin computar las vejaciones y humillaciones a las que fuimos sometidos por Dios, por la Patria y su revolución Nacional-Sindicalista.
Para un capítulo aparte dejaremos las secuelas psicológicas producidas por aquellos tenebrosos, necrófilos y terribles "ejercicios espirituales" según el modelo de Loyola, meditaciones y lucubraciones, espeluznantes visiones anticipadas de un infierno reservado para niños díscolos y lúbricos, rebeldes e irreverentes que morían en pecado mortal y en brazos de Onán.
No recuerdo que ninguno de mis compañeros de aulas y fatigas pidiera alguna vez la baja por depresión. Hoy son los maestros, los enseñantes, los que sufren malos tratos y vejaciones de los alumnos; han cambiado las tornas, pero la soñada revancha del alumnado no se ejerce contra aquellos energúmenos de mano larga y seso reseco, sino sobre pacientes y a menudo ejemplares educadores que devolvieron bien por mal, que trataron y tratan de educar a sus pupilos como seres humanos y racionales, con raciocinio y comprensión.
En el Reino Unido siguen debatiendo estos días sobre la legalidad y conveniencia del bofetón y la colleja como instrumentos pedagógicos; de los resultados de este método tan arraigado en las islas Británicas dan fe los soldadotes torturadores de Irak y la oscura vida privada de muchos de sus hombres públicos. Aviso para nostálgicos de la letra que hace sangre y de los falsos amores que hacen llorar.
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