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Europa intercultural

Adela Cortina

El multiculturalismo, entendido como el hecho de que en un mismo espacio social convivan personas con distintos bagajes culturales, es tan antiguo como la humanidad. Sin embargo, acontecimientos como el aumento de inmigrantes en Europa y Estados Unidos, que en ocasiones traen cosmovisiones distintas, el inicio de negociaciones con Turquía para su posible ingreso en la Unión Europea, la interesada y nefasta obsesión de interpretar el terrorismo de Al-Qaeda como la quintaesencia del mundo musulmán, o la apertura de relaciones comerciales con China han reavivado los debates sobre los problemas que un hecho semejante plantea, o puede plantear, tanto en el nivel global como en el local.

En el nivel global, porque ese "espacio social" en que las culturas han de convivir coincide ya con el mundo y, por tanto, buscar soluciones para la convivencia no es cuestión de cada comunidad política en solitario, sino una tarea compartida, que muestra una vez más la importancia de la "interdependencia" entre los distintos países, como en alguna ocasión señaló Benjamin Barber en estas páginas. En el nivel local de las sociedades democráticas, porque es necesario llevar adelante esa delicada labor de orfebrería que consiste en engarzar la diversidad de culturas con las exigencias de justicia que plantea una cultura ética y política de raigambre democrática y liberal.

¿Qué hacer cuando la diversidad no es simplemente de comida, vestido, entretenimiento, ni siquiera de lengua, sino de forma de entender la vida y la muerte, las normas que regulan las relaciones entre varones y mujeres o la educación de los hijos? ¿Qué hacer cuando lo que entra en conflicto son cosmovisiones que comportan distintas concepciones de justicia? Cuando una cultura entiende que la mujer carece de libertad para organizar su vida, a diferencia del varón, o cuando una comunidad rechaza la educación pública para sus jóvenes, o cuando asigna a algunos de sus miembros el derecho a juzgar y castigar, y se niega a aceptar la legitimidad de jueces externos. El asunto del velo islámico será un problema de justicia si el velo expresa inferioridad de la mujer, no si se trata sólo de un símbolo, porque prohibir símbolos religiosos en lugares públicos, si no son expresivos de relaciones injustas, no es propio de sociedades pluralistas. De hecho, los Sikhs que deseaban ingresar en la Real Policía Montada del Canadá y no podían hacerlo porque su religión les prohibía prescindir del turbante, una vez reconocido el derecho a llevarlo se incorporaron al célebre cuerpo.

Entendiendo, pues, que los problemas más profundos se plantean cuando las discrepancias alcanzan a cuestiones de justicia, ¿cómo articular la convivencia en comunidades multiculturales de acuerdo con las exigencias éticas y políticas de la democracia liberal? Ciertamente, tales exigencias descartan sin ambages "medidas tradicionales" como la eliminación de los grupos más débiles o su segregación, pero en realidad también la asimilación de las culturas relegadas a la dominante, o la discriminación entre ciudadanos de primera y de segunda, atendiendo a sus distintos bagajes culturales. De ahí que con el tiempo hayan ido ganando terreno tres posiciones, al menos en suelo europeo: lo que yo llamaría un "liberalismo" intolerante por temeroso, el liberalismo multicultural, acuñado por el canadiense Will Kymlicka, y un liberalismo radical intercultural, que es lo que aquí quisiera proponer.

El liberalismo "intolerante por temeroso", por desgracia muy difundido en Europa, se asusta ante la entrada de inmigrantes con diferentes culturas, sobre todo musulmanes, y afirma que suponen un peligro para nuestras convicciones occidentales. Olvidando que quienes vienen lo hacen urgidos por la miseria, pone en guardia frente a ellos y frente a su cultura iliberal, recordando que el pluralismo es un valor y aconsejando no tolerar culturas no liberales. Por supuesto, estas advertencias se hacen sólo frente al inmigrante pobre, frente al que los medios de comunicación presentan como un peligro, como fuente supuesta de delincuencia, competencia laboral e intransigencia cultural.

Frente a estas expresiones en realidad de aporofobia, de odio al pobre, más justo y eficaz sería que quienes dicen estar convencidos del valor de la autonomía y los derechos humanos, traten de reforzar tales convicciones con palabras y con hechos, en vez de debilitar los valores. Porque lo que urge es resolver el problema de la miseria, integrar a los que huyen de ella, dialogar con su cultura y hacer creíble con la acción que el respeto a los derechos humanos es un buen programa ético-político.

Un buen programa que, dicho sea de paso, hay que aplicar con tiempo para que sea fecundo. Si los occidentales nos lo hubiéramos tomado hace décadas en serio, esforzándonos por que en África las personas fueran tratadas a la altura de sus derechos, no estaríamos preguntándonos cómo resolver el problema cuando ya ninguna solución puede ser buena, sino a lo sumo el mal menor. Los estudiantes que se atracan la noche anterior al examen o los alcohólicos que tienen el hígado destrozado no pueden decir que estudiar no sirve para nada o que la medicina es inútil. Respetar los derechos humanos es una medicina sumamente efectiva, que exige aplicarse desde el comienzo para no tener que optar por el menor de los males.

El liberalismo multicultural, por su parte, apuesta por la integración de los distintos grupos, es decir, por reconocer que tienen derecho a mantener sus diferencias participando de la vida común. El multiculturalismo se plantea entonces, no sólo como un hecho, sino también como un proyecto, según la fórmula del Gobierno canadiense, en 1970, de fomentar la polietnicidad, y no la asimilación de los inmigrantes. ¿Razones a favor?

Una sociedad liberal, que debe tratar a todos con igual consideración y respeto, no puede permitir que haya ciudadanos de primera (los de la cultura dominante) y de segunda (los de las culturas relegadas). Si la autoestima es esencial para las personas, y si el liberalismo reconoce su igual dignidad, tiene que diseñar políticas que permitan a los ciudadanos percibirse como iguales y, por tanto, estimarse a sí mismos, como apunta Charles Taylor. Por otra parte, ninguna cultura es rechazable totalmente, al menos a priori, porque si ha dado sentido a la vida de personas durante siglos difícilmente no tiene nada positivo que ofrecer; y como para hacer frente a la vida conviene contar con la mayor cantidad de recursos culturales posible, importa optimizarlos y no renunciar a priori a ninguno de ellos.

Sin embargo, el proyecto multicultural tiene sus límites, como reconoce el propio Kymlicka: el reconocimiento de derechos colectivos puede llevar a formar guetos que favorecen de nuevo la segregación y crean situaciones de injusticia al primar a unos grupos sobre otros; y, por otra parte, el núcleo del liberalismo viene constituido por la defensa de los derechos individuales y el reconocimiento de derechos colectivos puede llevar a limitar los individuales. Un grupo no puede valerse de sus derechos para dominar a otro, ni tampoco para oprimir a sus propios miembros. Es preciso asegurar igualdad entre los grupos, y libertad e igualdad en los grupos. Los grupos no pueden utilizar sus derechos como "restricciones internas" para limitar la libertad de sus miembros a revisar las autoridades y las prácticas tradicionales.

De ahí que, a mi juicio, sea más adecuado un liberalismo radical intercultural. Es un liberalismo radical porque entiende que la autonomía de las personas es irrenunciable, que deben elegir su propia vida y, por tanto, las restricciones internas son inaceptables. Los miembros de los diversos grupos deben poder conocer ofertas diversas, ponderar cuáles prefieren y elegir libremente, porque puede ocurrir que quienes estén interesados en mantener los enfrentamientos culturales sean los patriarcas y los líderes, más que los miembros. Sólo teniendo posibilidad de elegir es posible averiguar si una mujer prefiere aceptar el marido que otros le procuran, no trabajar fuera del hogar, vivir pendiente del varón. De ahí que no se pueda permitir que los grupos coarten la libertad de sus miembros, de lo que sólo se beneficiarían los poderosos en cada contexto.

Pero desde esta base es imprescindible un diálogo intercultural que descanse en dos supuestos al menos: importa respetar las culturas porque los individuos se identifican y estiman desde ellas y no se puede renunciar a priori a la riqueza que una cultura pueda aportar, pero a la vez ese respeto tiene que llevar a un diálogo desde el que los ciudadanos puedan discernir qué valores y costumbres merece la pena reforzar y cuáles obviar.

Las culturas no son estáticas ni homogéneas, evolucionan, han aprendido históricamente unas de otras, son dinámicas; y cabe suponer que en el futuro, no sólo ocurrirá lo mismo, sino todavía más, teniendo en cuenta el mayor contacto que existe en el nivel local y global. Lo realista es, pues, suponer que la convivencia de personas con distintas culturas propiciará cada vez más el diálogo y el aprendizaje mutuo, habida cuenta además de que cada uno de nosotros es intercultural.

Este diálogo no tiene que ser sólo cosa de los líderes, sino que empieza en las escuelas, los barrios, los lugares de trabajo. Mientras existan guetos, mientras la vida cotidiana no sea en realidad intercultural, seguirá pareciendo que hay un abismo entre las culturas. Cuando en realidad existe una gran sintonía entre ellas si no se interpretan desde la miseria, el desprecio y la prevención. Hacer intercultural la vida cotidiana es asegurar que cada cultura dará lo mejor de ella, por eso la integración en la ciudadanía ha de hacerse desde el diálogo intercultural de la vida diaria.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y Directora de la Fundación ÉTNOR.

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