Una esperanza rota
Yo estuve allí, en aquella plaza de Tel Aviv, la noche en que asesinaron a Isaac Rabin. Iba a ser una manifestación distinta, diferente de todas las demás a las que había asistido hasta entonces: ni una manifestación de protesta ni tampoco una simple manifestación de apoyo. Iba a ser una muestra de agradecimiento, una especie de abrazo para agradecerles a Isaac Rabin y Simón Peres lo que habían hecho en favor de la paz entre israelíes y palestinos; una expresión de profunda gratitud a aquellos gentlemen, ya maduritos, por haber abandonado la mentalidad y la forma de actuar que los había guiado durante tantos años en sus relaciones con los palestinos y por haber conseguido -con gran esfuerzo por su parte- dejar de lado la enemistad entre ellos para luchar juntos por la paz.
La plaza estaba llena de gente. Decenas de miles de pacifistas habían venido a darle las gracias a Rabin por su coraje. Éramos conscientes de las tremendas dificultades a las que se enfrentaba. Habíamos visto las rabiosas manifestaciones de la derecha en las plazas de nuestras ciudades, y también la perversa concentración de protesta que le esperaba cada viernes a la puerta de su casa. Habíamos escuchado los discursos de Sharon y Netanyahu instigando a la rebelión y a muchos rabinos que consideraban a Rabin un traidor reclamando que debía pagar por ello.
Así que fuimos a apoyarle, a agradecerle la nueva oportunidad que nos brindaba a nosotros y a nuestros hijos, ya que por primera vez desde la época de Camp David volvía a aparecer un líder que no sólo hablaba de su voluntad de lograr la paz con los palestinos, sino que realmente actuaba. Sentíamos que Rabin nos abría una ventana por la que entraba de repente un aire nuevo, fresco, el aire de una ocasión para tener una vida mejor, una vida que no nos obligase a estar con la espada en alto.
Conviene recordar que el apoyo del bloque pacifista a Rabin no era un apoyo ciego e irreflexivo. De hecho, junto a la gran admiración por el giro que había emprendido Rabin, en las conversaciones de la gente en la misma plaza aquella noche eran muchos los que se preguntaban si verdaderamente Rabin se proponía alcanzar una paz duradera y viable con los palestinos, si iba a ser capaz de liberarse a lo largo de las negociaciones de la prepotencia y maniobras militares que desde la infancia habían modelado su visión del mundo. En otras palabras: cuando Rabin hablaba de paz (con absoluta sinceridad, según él), ¿acaso se refería a una auténtica paz, a un cambio en las relaciones entre israelíes y palestinos, o a fin de cuentas se estaba hablando una vez más de un acuerdo amplio para salvaguardar la seguridad? Es decir, un "remiendo" con el único propósito de velar por los intereses de Israel en materia de seguridad sin el objetivo de crear dos Estados soberanos y con el fin de asentar el control de Israel sobre los palestinos. Y es que en plena vigencia de los acuerdos de Oslo, mientras los israelíes (o por lo menos aquellos que apoyaban dichos acuerdos) sentían que por fin la lucha había terminado y la llegada de la paz era sólo cuestión de tiempo, se seguían produciendo en los territorios ocupados expropiaciones masivas de tierras, se trazaban más carreteras "solamente israelíes" y decenas de miles de personas se establecían en asentamientos de colonos.
Aquella noche, en la plaza, queríamos animar a Rabin a dar un paso adelante, a ser más rotundo y claro. Queríamos recordarle que tenía apoyo en Israel, un apoyo mayor que el de aquellos que se oponían a él y que le llamaban asesino y traidor. Queríamos recordarle que para conseguir la paz no basta con caminar hacia tu enemigo para encontrarte con él en la mitad del camino. En cierto sentido, cada uno debe recorrer todo el camino hasta llegar a donde está el otro, y adentrarse en los miedos, las heridas y la desgracia de su enemigo. Queríamos gritarle al oído que el proceso de paz es un proceso reversible, frágil, casi inviable en esta región tan violenta y que, para que tuviese éxito, habría en ocasiones que actuar en contra de los temores más profundos, en contra de los sofisticados mecanismos de supervivencia que se han ido consolidando tras tantas guerras.
Le recuerdo hablando en la tribuna. Frases cortas, en un hebreo sencillo, nada pretencioso, un hebreo directo. Le recuerdo sonriendo con timidez al ver a la multitud de gente que le aclamaba con cariño, un trato que raramente recibía por aquel tiempo. Le recuerdo cantando con pudor "la canción de la paz", el himno oficial de las manifestaciones pacifistas, y por primera vez parecía que su letra estaba a punto de convertirse en realidad: "No digáis vendrá el día, sino traed el día, pues no es sueño".
Unos minutos más tarde, los tres disparos, el alboroto, la confusión, el sentimiento de pérdida personal y general, el fin de una época, el fin de la esperanza, la sensación de que una corriente turbia, fanática, violenta y caótica brota de repente de las profundidades del subconsciente de los israelíes y se hace realidad, se convierte en un hecho que a partir de entonces determinará su destino.
Diez años. El asesino de Rabin no logró al parecer anular por completo el proceso de reconciliación entre ambos pueblos, pero sí consiguió ralentizarlo, complicarlo y anegarlo en más y más sangre tanto israelí como palestina. Largo esel recuento de las desgracias que ha sufrido Israel en estos 10 años. La mayoría se han relatado una y otra vez en las páginas de los periódicos.
Ahora, 10 años después del asesinato, Israel es un país próspero, dinámico, lleno de vitalidad, pero a la vez es también una sociedad rota, atormentada, con muchos sectores que ven a los otros como enemigos a muerte. Diez años después del asesinato, la mayoría de los israelíes aceptan -no con mucho entusiasmo, pero sí por cansancio- la solución de la división del territorio en dos Estados. Pero eso aún no se traduce en una acción decidida y valiente, y la violencia estalla de nuevo en ambos lados. Diez años después del asesinato, el primer ministro de Israel es Ariel Sharon, el hombre que luchó con todas sus fuerzas en contra del proceso de paz iniciado por Rabin, y ahora ese hombre sigue el camino de Rabin, con su mismo coraje y el mismo riesgo político y personal que tuvo que correr Rabin, pero ahora con su confusa ambigüedad con respecto a la continuidad de la ocupación y la posibilidad de una paz verdadera. Han sido 10 años agotadores y amargos. Rabin fue asesinado y con su muerte se rompió en pedazos cierta sensación de ingenuidad sincera que todavía latía en algún lugar de Israel, y también quedó rota -quién sabe por cuánto tiempo- la esperanza de poder llevar una vida normal y corriente, tranquila, sin armas, algo que parecía estar ya muy cerca. Aquella noche en esa plaza de Tel Aviv, ¡cuánto confiábamos en que estábamos próximos al final del conflicto, al inicio de una nueva etapa, cuerda y saludable! Qué ingenuos éramos mientras el asesino ya estaba entre nosotros con una pistola en el bolsillo.
David Grossman es escritor israelí, autor, entre otros libros, de La muerte como forma de vida (Seix Barral). Traducción de Sonia de Pedro.
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