Marruecos, la esencia
CADA VEZ que voy, Marruecos me va envolviendo poco a poco. Me seduce con los aromas, los colores, los sabores de sus pueblos, sus playas, sus montañas, sus gentes... Me va embaucando. Y yo me dejo llevar.
Cada rincón -desde la Gruta de Hércules en Tánger hasta las murallas de Tiznit, desde el puerto-comedor de Esauira hasta el albergue de Alí el Cojo en Erg Chebbi-, aunque lo haya visitado unas cuantas veces, es una caricia nueva. Cada instante con sus gentes -ya, mis amigos- es una mirada nueva. Y cada vivencia, cada rosa de El Kelaa M'Gouna, cada sorbo de sha'i bi nana en el albergue de Agoudal, cada paseo azul por Chefchauen, cada zumo de naranja en la Jema el Fna de Marraquech, cada baile en el desierto de Merzouga, cada Aid al Kabir, cada palabra que aprendo es un beso. Durante el día, a plena luz del sol, es abierto, sonoro, alegre; en la oscuridad, al caer la noche, ese beso es callado, húmedo y profundo. Cierro los ojos y oigo las voces de Marruecos: el rumor de las olas desde las murallas blancas de Asilah, el murmullo laberíntico del zoco de Fez, la llamada del almuédano en el silencio de la kasbah de Aït Benhaddou, la música de los cafetines de cualquier zoco, las risas femeninas que proceden de las azoteas salpicadas de la gran luna llena parabólica, las bromas y las triquiñuelas de los niños de miradas negras y manos ágiles.
Vuelvo a mi Marruecos esencial, puro, genuino, y recorro sus perfiles con los cinco sentidos para no olvidar ningún detalle, para poder aprenderlo de memoria y evocarlo y soñarlo en la distancia. Me libero de toda sensación hasta ahora conocida para dar paso a lo desconocido que siempre me sorprende. Sin embargo, ahora que ya pertenece a lo cotidiano, me sigue atrayendo como el primer día, porque siempre hay algo nuevo que me vuelve a abrir los ojos de sorpresa y curiosidad.

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