El laberinto de los curas casados
La ordenación de un sacerdote católico con mujer e hijos en Tenerife reabre la polémica del celibato
Alegría, esperanza, incluso una cierta sensación de regodeo, convencidos de que el tiempo y el Vaticano les irán dando la razón. Éstas son algunas de las sensaciones con que los sacerdotes católicos casados que hay en España, unos 6.000 según el Movimiento por el Celibato Opcional (Moceop), han recibido la noticia de que el obispo de Tenerife, Felipe Fernández, ordenó cura el domingo pasado a un hombre casado y con dos hijas, nacido en Zimbabue hace 64 años y pastor allí de la Iglesia anglicana. Pese a que el nuevo sacerdote, Evans D. Gliwitzki, dijo más tarde que "pasarán 100 años antes de que se admita el matrimonio sacerdotal", los curas casados sostienen que la ordenación de Gliwitzki en una diócesis española les reivindica. "Nos reivindica como curas católicos casados y, sobre todo, reivindica al Evangelio", subrayan.
"Esta ordenación indica que es evangélico el ministerio sacerdotal de los católicos casados"
Decenas de parroquias están atendidas por curas llegados del Este con sus mujeres e hijos
Fue la Conferencia Episcopal quien invitó a Gliwitzki a venir a ordenarse a Tenerife después de que su caso fuese estudiado y autorizado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida entonces por el cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI.
"La agradable noticia de esta ordenación separa claramente el hecho de ser cura del hecho de estar casado o soltero, confirmando así lo que venimos proclamando: que es correcto, evangélico y urgente el ejercicio del ministerio de los curas católicos casados", declara el sacerdote Julio Pérez Pinillos.
Hijo de agricultores, Pinillos nació en 1941 en Espinosa de Cerrato (Palencia), es sacerdote desde los 23 años y fue durante tres un jovencísimo -y célibe- cura rural en tres aldeas de la Castilla profunda, que apenas sumaban los 430 habitantes, casi ninguno joven porque éstos habían emigrado a la gran ciudad. Él también hizo la maleta, con el permiso episcopal, camino de una misión en África. Pero paró en Madrid, se hizo cura obrero en una multinacional sueca instalada en Vallecas, se metió en la lucha sindical clandestina, sufrió la reconversión -el despido- en la segunda oleada de la crisis industrial de la época y vivió la muerte del dictador Franco -20 de noviembre de 1975- en la cárcel de Carabanchel, donde había dado con sus huesos por repartir el boletín de la Juventud Obrera Católica (JOC). El mítico cardenal Tarancón le había nombrado poco antes consiliario de esa combativa organización de jóvenes, primero en Vallecas y más tarde para toda la archidiócesis madrileña.
En aquella época, además de cura obrero y combatiente sindical, Pinillos ejercía el sacerdocio en una parroquia vallecana, bajo la atenta mirada del vicario de Tarancón para la zona, el obispo Alberto Iniesta. Cuando el cura Pinillos fue a contarle a este prelado que se había enamorado de Emilia Robles, una activa católica y militante sindical en la misma empresa, y que iban a casarse, Iniesta no les hizo reproche alguno. Sólo les pidió que no forzaran su presencia en las comunidades cristianas, que fueran pacientes. Y así siguen: Julio se gana la vida como profesor en un colegio vallecano y dice misa y ayuda afanosa pero discretamente en una humilde parroquia de la zona regentada por otro cura obrero, y Emilia es una activa dirigente de una de las organizaciones más bulliciosas en el cristianismo de base madrileño. Tienen tres hijas: Ruth, de 25 años, que trabaja en Lisboa como psicóloga clínica; Noemí, de 20, y Tamar, de 17.
No son un caso aparte. Como Julio y Emilia hay en España miles de parejas, unas 6.400 con cifras del año 2000, ahora algunas menos porque muchos curas casados abandonan su lucha y han ido logrando de Roma la secularización plena, previa nulidad de su ordenación sacerdotal.
"Si pides que te borren de cura, si les reconoces que te equivocaste y solicitas la nulidad, Roma te contesta que sí, pero no hay respuesta, ninguna respuesta, para quienes queremos seguir siendo sacerdotes católicos aunque nos hayamos casado", explica uno de los afectados, que pide guardar su anonimato. Su experiencia fue traumática, "nada parecido a como trataron a Pinillos, con la comprensión de su obispo y su permanencia en Vallecas, casi en la misma parroquia". Dice: "A mí me echaron de la diócesis [se refiere a Santander, ahora vive en Vizcaya], me hicieron la vida imposible por no querer reducirme al laicado y tuve que pedir ayuda hasta que mi mujer y yo encontramos trabajo fuera".
No guarda rencor: sigue siendo creyente, dice misa cada día, vive en una comunidad cristiana que le quiere y protege y tiene tres hijos -una chica y dos chicos, ya colocados-. Se alegra de que a los curas que se casan ahora "nadie les moleste como a perros sarnosos, y porque el obispo de Tenerife nos da la razón cuando ordena sacerdote a un hombre casado". Se regodea en el argumento: "¿Qué justifica la excepción del padre Gliwitzki, cura católico casado, que no pueda justificar la mía, que soy también cura católico casado? ¿Acaso su matrimonio es un dato accesorio, y lo fundamental es que había sido pastor protestante? El hecho cierto es que en España los obispos, y al parecer el mismo papa Benedicto XVI y antes Juan Pablo II, que con tan poca caridad nos trató, aceptan que ejerza su ministerio un cura casado". Resume: "Lo que acaba de ocurrir en Tenerife me confirma en el Evangelio y llena de esperanza".
El obispo que ordenó a Gliwitzki, Felipe Fernández, se ha visto obligado a explicarse tras el revuelo causado: "Este caso no tiene absolutamente nada que ver con el de los sacerdotes secularizados tras contraer matrimonio". Sobre el celibato sentenció: "Con el papa Benedicto XVI no hay nada que hacer, y con el que venga, tampoco". Pérez Pinillos no opina lo mismo. "Los curas casados somos 90.000, el 20% del total de sacerdotes católicos del mundo [450.000, según el Vaticano], y la ordenación del compañero padre Evans en Tenerife reconoce lo que venimos diciendo desde hace tantos años: que las comunidades cristianas, con muchos teólogos y algunos obispos, van dando por superada la discriminación de los curas católicos por el hecho de casarse. Y que se van dando pasos concretos, aunque no desafiantes, para reintegrar al trabajo ministerial a estos curas honestos".
Mientras tanto, los curas casados siguen ejerciendo el sacerdocio allí donde una comunidad cristiana les da cobijo, casi siempre con el consentimiento implícito de los obispos. Es el caso de Ramón Alario, dirigente del Movimiento por el Celibato Opcional (Moceop), que edita la revista Tiempo de hablar. Ejerce en Guadalajara y se gana la vida como profesor de un instituto, con cuya directora se casó y tiene tres hijas. O Esteban Tabares, autor de un documentado libro sobre los curas obreros, casado con Inés y cura en una pequeña comunidad cristiana de Sevilla. Y Javier Fajardo, comprometido en la lucha sindical en el astillero de Puerto Real, casado de nuevo tras el doloroso fallecimiento de su primera mujer, Carmen.
Es el caso, sobre todo, de las decenas de curas llegados del Este europeo con sus mujeres e hijos para atender a los emigrantes, todos con el beneplácito del episcopado español, que nada ha podido hacer para impedirlo porque en la Iglesia católica oriental los curas pueden casarse desde siempre, si lo desean. La Conferencia Episcopal Española -que no facilitó a este periódico la cifra de estos sacerdotes llegados a España- hizo una discreta gestión para que vinieran, sobre todo, sacerdotes célibes, pero sus correligionarios del Este no les han podido complacer.
El duque que se extendió al laicado
Hace tiempo que Tomás de Aquino cayó en desgracia en Roma por sostener que sin la experiencia del placer aquí abajo, el banquete celestial carecería de sentido. Aristotélico, el sabio de Aquino predicó que la meta de la vida es la felicidad, en una Iglesia enfrascada ya -Trento mediante- en el apagón cultural que supuso la Inquisición, la quema de Giordano Bruno, el proceso a Galileo y las persistentes execraciones de cada descubrimiento que favoreciera el bienestar de la humanidad. Como espetaron a Franklin cuando inventó el pararrayos: "Si Dios decide castigar al mundo, quién eres tú para impedírselo".
Hasta las reformas del Concilio Vaticano II, en los años sesenta del siglo pasado, la Iglesia romana representó el pecado en la mujer, un ser tentador, inquietante. Vestigios de san Agustín, que sin embargo había conocido a muchas y preñado a alguna antes de hacerse obispo de Hipona. Suya es la idea de la tentación insoportable. "Expulsad a las prostitutas, y toda la ciudad se verá sacudida por el libertinaje", dijo.
Lo curioso es que, hasta ese apagón inquisitorial, el sexo y el celibato eran asuntos sin importancia para los cristianos. Jesús se rodeó de mujeres y de apóstoles casados, y es abrumador el número de jerarcas, incluso famosos pontífices romanos, que tuvieron hijos. Enciclopedias serias sobre el acto sexual incluyen un modo coital denominado "la postura del misionero", en referencia a los clérigos que acompañaron a James Cook en la conquista de Samoa.
Por eso la imposición de la ley del celibato, ratificada por el Concilio de Letrán, en 1123, causó tanta conmoción e ira. La mitad de la Iglesia, llamada oriental, no asumió el mandato, y parecía que el Vaticano II, con Juan XXIII a la cabeza, iba a cancelarlo también en la Iglesia latina, dejando el celibato como una opción libre. Lo frustró la precipitada muerte del revolucionario pontífice.
Es entonces cuando empieza la sangría clerical en España, con más de 50.000 religiosos -entre curas, monjes y monjas- colgando los hábitos, con gran sobresalto en Roma. Entre los primeros estuvo Jesús Aguirre, futuro duque de Alba y autor del libro Sermones de España, de 1971. "La libertad no se da, se toma", dijo citando a Unamuno cuando decidió colgar la sotana. Se casó con la duquesa el 16 de enero de 1978. Le preguntaron entonces si se había reducido al laicado antes de dar el paso. "Yo no me reduzco; yo me extiendo al laicado", replicó Aguirre.
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