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Columna
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Soledad

En verano, con las tórridas jornadas; en invierno, cuando la caridad asoma la nariz por encima de la bufanda, y en todo tiempo, se le dedica un brindis a los viejos que viven solos en la ciudad. El Ayuntamiento, la Comunidad, las autoridades locales que tanto nos quieren y tanto queremos, intentan echar una mano, y las personas que designan para ello, no cabe duda, están animadas por los mejores propósitos, son pacientes, animosas, capaces y preparadas. Gratitud genérica a cuantos se entregan a la tarea, a veces ingrata, de tratar con esa decrépita legión empeñada en continuar indefinidamente en este valle de lágrimas. Son muchas las mujeres que viven solas y parecen apañarse bastante bien, administrando sus fuerzas y energías en llevar una vida digna y decorosa. Me refiero a la mayoría, con especial compasión hacia las que han dimitido del aseo y la higiene, un escalón más en el deterioro de la condición humana. Las demás saben conducir una casa, cocinar, aunque sea someramente, y hacerse la cama a diario, si las fuerzas las acompañan. Envidiables. Otra cosa somos los varones, que en la generación que corre no fuimos impuestos en esas importantes tareas, y si hemos de desempeñarlas, será con impericia y torpeza generales.

No hay que hacerse ilusiones en otros respectos. Salvo quizá en vetustas casas donde viven gentes allí nacidas y crecidas, o con esa solidaridad instintiva entre los pobres -que no es una virtud propiamente dicha, sino el impulso de supervivencia de la tribu en apuros-, el apoyo, la ayuda, la mera simpatía del vecino, han desaparecido o apenas quedan los rabos. Muy extendidos el concepto y la realidad de la propiedad horizontal, los habitantes de un inmueble únicamente se ven en las reuniones de la comunidad de propietarios, generalmente en desacuerdo. Después, ni siquiera esa petición de una ramita de perejil, un puñado de sal, la llamada de teléfono, si el nuestro se ha estropeado. No dudo; al contrario, me consta que hay personas caritativas dispuestas a socorrer al prójimo, y cuál con más títulos que quien vive en el mismo rellano, pero el concepto genérico se ha difuminado y nadie sabe si pared por medio vive un sabio, una mujer abnegada o un terrorista.

Está dando las boqueadas la figura del portero o la portera, que fueron una especie de pariente útil, chismoso quizá, al corriente de la vida y milagros de los moradores. Pocos van quedando en Madrid que duerman en el mismo inmueble y en los nuevos edificios, se les suprime y sustituye por un desangelado mecanismo que abre y cierra las puertas y, en invierno, pone en marcha la calefacción. Cada uno a lo suyo. Nuestra presunta soledad está rodeada de otras muchas que, sumadas, dan poco calor humano.

La ciudad es un desierto densamente poblado y la sensación de clausura y abandono no está precisamente en el hogar, por modesto y desguarnecido que se halle. Por regla general, allí están nuestras cosas, los recuerdos náufragos, el aparato de radio o la televisión que nos reúne con nuestros semejantes, el timbre que suena, incluso por equivocación, o la voz que pretende convencer de las ventajas de una tarifa.

La desamparada sensación de estar solos no se produce entre las cuatro paredes que nos cobijan, llenas de ecos familiares que nos acompañan a lo largo del tiempo que va quedando. El cuadro, un poco ladeado, la foto que conserva el mohín de alguien ya desaparecido, la butaca que necesita limpiar y reponer fondos, como una cuenta corriente o un barco que regresa; el libro que pensamos volver a leer, el periódico de cada día con el crucigrama a medio hacer... En casa nos sentimos aislados, pero no desamparados. Solos, en esas épocas de vacaciones para todo el mundo, nos sentimos en el bar o el restaurante que frecuentamos donde incluso los camareros son correturnos de temporada.

Ahí pueden sentir la más opresora sensación aterciopelada de la soledad quienes se quedan en Madrid. Ese día que el anciano ha pasado por la Caja de Ahorros y echa de menos a la siempre alegre cajera, no aparece el portero de la casa de al lado, con el que cambiaba una convencional frase sobre el tiempo, los que con él se rozan durante todo el año y ahora los imagina entre hijos y nietos, el médico y la enfermera suplentes en el centro de salud... La rutina es consoladora porque apenas cambia. El vacío llega cuando los otros se han ido, aunque sea por unas semanas.

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