La ardilla de Estrabón
Quizás, amable lector, crea que alguna vez ha leído que el historiador romano Estrabón escribió que una ardilla podía recorrer España desde Algeciras a los Pirineos sin necesidad de bajarse de los árboles. Si es así, estamos mal. Estrabón era griego, no romano. Era geógrafo y no historiador. Y en el libro tercero de su Geografía -el dedicado a Iberia- no hay referencia a las ardillas.
Viene esto a cuento de la ilimitada capacidad que aparentemente tenemos para dejarnos atrapar por historias que son plausibles y ligeramente melancólicas. Dada la preocupación por la burbuja inmobiliaria la versión actual de la historia de la fantasmagórica ardilla sería que el roedor hoy podría ahora cruzar España saltando de grúa en grúa y, de vez en cuando, de coche en coche. Si hacemos caso a nuestros desasosegados pesimistas es evidente que estamos ante otra gravísima insostenibilidad: la inmobiliaria. Y ésta es peor que todas las demás porque afecta -ni más, ni menos- que a los cimientos mismos del modelo económico español, ya que nuestra dependencia del ladrillo corre pareja a la despreocupación de nuestros empresarios por la inversión en maquinaria y bienes de equipo y, sobre todo, en investigación y desarrollo.
Algunos años en la profesión me han enseñado que cuando uno escucha a alguien enunciar con roqueña seguridad un diagnóstico económico que es a la vez simple y tremendista, inmediatamente hay que irse a ver los datos. Y éstos suelen darte la oportunidad de hacer las preguntas que te permiten aprender algo más de economía y, sobre todo, de las fragilidades del espíritu humano. En esta ocasión, es verdad que los datos no son fácilmente accesibles. Demasiados cambios metodológicos en nuestras cuentas nacionales y pocos esfuerzos por soldar las series están llevando a que nuestros jóvenes economistas crean que nuestra historia económica empieza en 1999, con la entrada en el euro. Y no. Tenemos una historia previa que conviene recuperar aunque para ello sea necesario emplear tiempo y desplegar algo de tolerancia a la hora de rescatar el pasado. En la web del INE y de la Dirección de Política Económica se puede encontrar lo necesario para aproximar la dependencia histórica de nuestro modelo de crecimiento del denostado ladrillo.
Salvo error en mis cálculos, entre 1954 y 2004 la economía española ha crecido a una tasa promedio del 3,9%, con la formación bruta de capital fijo aumentando a una tasa media del 5,2% y, dentro de ella, la construcción avanzando al 4,7%. Los datos correspondientes al quinquenio 2000-2005 son un crecimiento promedio del 3%, con la formación bruta aumentando al 3,8% y la construcción al 5,7%. Es decir, crecemos casi un punto menos que en los últimos cincuenta años, con la inversión creciendo más que el PIB pero avanzando un punto y medio menos que la media histórica, y la construcción creciendo un punto más. En términos relativos esto supone que la construcción ha aumentado su peso -hasta el 15% desde el 14% del PIB- y también su aportación al crecimiento: hasta un 31% frente al 26% que había promediado en los últimos cincuenta años.
Es un cambio... pero no el que nos anuncian. Aunque a muchos no les guste, llevamos mucho tiempo creciendo gracias al ladrillo. En concreto, son ya varias las generaciones de españoles que no han sabido -o querido- optar por un modelo con más máquinas y menos chalets adosados. Y ya va siendo hora de reconozcamos que con este modelo no nos ha ido mal en términos macro y ello, básicamente, porque tampoco está tan mal que, siendo un país desarrollado, invirtamos anualmente en ampliar y reponer el stock físico de capital entre un cuarto y un tercio de lo que producimos, un porcentaje que más bien es de economía emergente. Y que además, pese a la apariencias y los tertulianos, la composición de esa inversión sea un equilibrado 40% en bienes de equipo y un 60% en construcción. Y que, para decirlo todo, el ladrillo de los pisos y adosados realmente sólo suponga el 6% del PIB español. Otra cosa es cómo estética y medio ambientalmente estamos dejando el país. Pero a esa insostenibilidad -hasta ahora- no se solían referir los analistas. Sólo los ecologistas, que son los que tienen razón, aunque se empeñen en citar la historia de la ardilla de Estrabón.
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