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Columna
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El 'test' de las vacaciones

Unas semanas, o días, en blanco: ese es el prometedor sueño de las vacaciones. Como si fuera tan fácil desconectar de los terrores, locuras, tonterías y psicosis cotidianas. Un mundo vacacionalmente feliz es un mundo en calma, paz, tranquilidad, lentitud, pereza, gratificación sensual, más calma, algún bostezo, noches de luna, agua refrescante, mucha posición horizontal, buenas conversaciones, buenas lecturas, pereza insistente, despreocupación, risas, ningún sobresalto y, sobre todo, mucho tiempo por delante.

Un plan así es seguro que devuelve las neuronas a la límpida situación perceptiva originaria. Secuestradas habitualmente por la prisa, el miedo, el absurdo, lo incomprensible, lo ridículo y la estupidez, las neuronas sufren un desgaste feroz: las vacaciones son para los cuerpos, pero sobre todo, para los cerebros y las almas.

Un buen aprovechamiento de las oportunidades regenerativas que puede dar ese corte obligado del mes de agosto debería permitir, pues, un aumento de clarividencia, cierta lucidez distanciada, y la recuperación del sentido de ese equilibrio interior que permite distinguir lo importante de lo que no lo es. En ese aspecto, muchos de los que se jactan de no hacer vacaciones, y en especial quienes tienen más responsabilidades colectivas, deberían hacer esta cura de pacificación neuronal imprescindible para captar la realidad humana.

Hablo desde el punto de vista del simple observador cotidiano, que percibe fácilmente como la gente relajada y tranquila no sólo parece más feliz sino que muestra así su especial inteligencia para adaptarse con éxito a cualquier circunstancia de la vida. Los frenéticos, en cambio, son capaces de cometer los mayores desaguisados sin darse cuenta: todos los conocemos porque suelen gesticular, levantar voces y reclamar que siempre tienen razón. Darían pena si no se salieran con la suya con tanta frecuencia y su perniciosa influencia no acabara por contagiarnos.

Las vacaciones de un frenético, por ejemplo, consisten en un ir y venir, estar aquí y allí a la vez, desarrollar una hiperactividad presuntamente ociosa a golpe de programa pautado con un único fin: no tener ni un minuto de tranquilidad. Una avalancha de viajes, estancias, visitas, carreteras, aviones, fiestas, encuentros, excursiones, reuniones festivas sustituyen en agosto las presuntas obligaciones habituales. Las vacaciones se transforman así en un maratón de eventos a los cuales hay que dotar, como sea, de excitación. Es un modelo tan generalizado que acaba dando la impresión de que se trata de huir de uno mismo, cosa que sucede cuando uno está convencido de no ser capaz de soportarse.

Hay, por tanto, dos grandes modelos para dotar de sentido lo que se llama el paréntesis de agosto. El más popular, naturalmente, es el frenético y se reconoce por el énfasis con que los que retornan de vacaciones relatan las muchísimas gestas y experiencias. Es socialmente muy incorrecto que a la insidiosa pregunta "¿Qué has hecho estas vacaciones?" se responda algo tan vergonzoso como "Nada". Sólo los vagos, los perezosos, los pobres, los excéntricos o los marginados son capaces de contestar así, cuando todos sabemos que a los individuos se les juzga por los proyectos, por mínimos que sean, llevados a cabo.

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No tener nada que hacer, el sueño de unas vacaciones tranquilas, se mira como un estigma y no como un estímulo a la inteligencia y una oportunidad a la imaginación. Habrá poderosas razones para que así sea, se supone. Y lo cierto es que los individuos con capacidad de pensar por sí mismos, para lo cual es imprescindible cierta calma, son vistos por los frenéticos como un peligro público. En cambio, el papanatismo, la estulticia, el seguidismo son ampliamente celebrados. Vacaciones: un test infalible.

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