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Tribuna
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Víctimas, moral y política

A vista de pájaro, la gran manifestación del pasado sábado en Madrid es de esos actos que caldean el corazón y confortan el ánimo: ahí es nada, que cientos de miles de personas sacrificasen una tarde de asueto para, convocadas por una Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), expresar su simpatía, su afecto, su solidaridad, su apoyo emocional hacia las personas y familias que, en la España de las últimas décadas, han sufrido en carne propia la violencia terrorista.

Desgraciadamente, observada a ras de suelo, la imagen del acontecimiento se emborrona, y mucho. Por una parte, se hace evidente que ni la AVT ni su convocatoria representaban al conjunto de las víctimas de los terrorismos que han azotado la sociedad española en el último pongamos que medio siglo. No digo ya a las del terror de Estado franquista (a los torturados por los hermanos Creix, a los muertos cuando la policía disparaba al aire...), sino tampoco a las de la matanza de abogados de Atocha, ni a Yolanda González -la joven militante trotskista asesinada en Madrid en 1980-, ni a las víctimas de los GAL, ni a los parientes de Santi Brouard o de Josu Muguruza, ni siquiera a muchas de las familias destrozadas por las bombas del 11-M; de hecho, la principal portavoz de éstas, Pilar Manjón, se ha convertido en la bestia negra de los promotores y jaleadores de la marcha madrileña. Pero, incluso entre las víctimas del terrorismo etarra, la representatividad de los convocantes de la marcha era limitada: no figuraban en sus filas ni muchos damnificados de Hipercor, ni la familia de Ernest Lluch, ni Maixabel Lasa -viuda de Juan Mari Jáuregui-, ni Bárbara Dührkop -viuda de Enrique Casas-, ni Natividad Rodríguez -viuda de Fernando Buesa-... Y no creo que la militancia socialista de sus deudos devalúe la postura de esas personas, igual que la militancia en el PP no descalifica a otras.

Luego está la banda sonora del evento, que la prensa ha recogido fielmente: "Zapatero, embustero", "Peces-Barba, dimisión", "el del talante es un farsante", "ZP, ¡lárgate!", "Ibarretxe, escabeche", "Aznar, el mejor presidente", "¡España, entera, y sólo una bandera!", "España, unida, jamás será vencida", "Acebes no mintió", "dónde está, no se ve, al cabrón de ZP". ¿No es extraña, en una marcha de apoyo a las víctimas del terrorismo, la falta de expresiones de empatía y fraternidad con ellas y, en cambio, la abundancia de consignas políticas, improperios y descalificaciones?

A quienes sostengan que los gritos citados fueron cosa de cuatro extremistas, les propondré analizar el acto del sábado 4 de junio desde otra perspectiva: la de algunos de sus principales valedores y exégetas. Verbigracia, la del ex presidente José María Aznar, quien aquella misma mañana se explicaba en La Razón en los términos siguientes: "Soy un ciudadano español que quiere que España siga siendo una nación unida, y estoy orgulloso de ello. Por eso voy a estar con mis compatriotas en la manifestación de esta tarde. (...) Muchos millones -la inmensa mayoría- sentimos el deber de decir que no queremos menos España".

Ya a posteriori, el lunes 6, Jorge Trías Sagnier glosó en Abc las razones del éxito de la manifestación: "Los ciudadanos perciben que el presidente del Gobierno se ha abandonado y les ha dejado en manos de los nacionalistas catalanes y vascos, que éstos son quienes marcan la estrategia política y los que han impuesto una negociación indigna con los terroristas intercambiando independencia por paz". En el mismo diario, Juan Manuel de Prada remachaba el clavo: "Existen millones de españoles dispuestos a tomar pacíficamente la calle, exasperados ante el aguachirle de patosería, sectarismo, engreimiento y sumisión al cambalache nacionalista auspiciado por la facción gobernante".

¡Acabáramos! O sea que, de hecho, los manifestantes del sábado en Madrid salieron a defender la unidad de España supuestamente amenazada por ciertos procesos de revisión estatutaria en curso, a protestar contra ese Rodríguez Zapatero "genuflexo ante Carod Rovira" que pinta cada mañana el inefable Anson, a abominar de la política "anticlerical" del Gobierno, de la legalización de las bodas homosexuales, etcétera. Por imaginarios o ridículos que a uno puedan parecerle tales peligros o agravios, movilizarse frente a ellos es perfectamente legítimo. Pero, ¿qué tiene eso que ver con las víctimas del terrorismo?

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Las víctimas consideradas en bloque, abstracción hecha de qué grupo las mató y cuáles eran su filiación o su afinidad, sólo pueden constituir una causa moral, un objeto de solidaridad humana, nunca una bandera ideologicopolítica; pero la derecha española tiene tendencia a confundir ambas esferas. Cuando estaba en el poder, Aznar trató de disfrazar su ofensiva política y legislativa contra el nacionalismo vasco de cruzada moral: desde Batasuna hasta el PNV e incluso ciertos sectores del socialismo guipuzcoano no sólo estaban equivocados, sino que eran malos, perversos, semejantes a los nazis, de modo que derrotarlos era más que una plausible aspiración política, era una exigencia ética.

Ahora, en la oposición, el Partido Popular sigue la misma pauta de conducta. Lo que le saca de quicio ideológico es la aparente laicidad de Rodríguez Zapatero con respecto a las esencias hispanas, su momentánea falta de fundamentalismo ante los grandes tótems de la tribu. Pero en lugar de decirlo claro, en vez de manifestarse contra semejante "vendepatrias", se esconde tras el dolor y el luto de las víctimas, y acusa a "zETAp" (sic) de traicionarlas. ¿Traicionarlas? ¿Acaso las víctimas constituyen como tales un programa político, una ideología susceptible de ser traicionada? Y de ser así, ¿cuál? ¿La de Yoyes, la del comandante Ricardo Sáenz de Ynestrillas, la de Miguel Ángel Blanco...? El uso que el PP hace de las víctimas sería grotesco si no fuese, ante todo, una bajeza.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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