_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Auschwitz: crimen perfecto

Manuel Cruz

A Alessandro Ferrara

Soy consciente de que resulta una pretensión casi autocontradictoria, pero me gustaría que se adentraran en este artículo especialmente aquellos que, de un tiempo a esta parte, desisten de continuar leyendo en cuanto ven un título en el que figuren las palabras "Auschwitz", "Holocausto" y similares. No me parece del todo incomprensible su reacción. Ciertamente, en nuestros días, parafrasear a Adorno y formular la pregunta "¿se puede escribir filosofía después de Auschwitz?" ha pasado a tener un fuerte componente retórico. La respuesta parece clara: a la vista está que se puede. Y no me refiero al dato objetivo, fácilmente cuantificable, de que en el transcurso de los últimos cincuenta años -poco más o menos, desde que Raul Hilberg publicara su temprano libro The Destruction of the European Jews- la producción de textos filosóficos e históricos sobre este tema, lejos de disminuir, no ha hecho sino incrementarse conforme nos alejábamos de los sucesos mismos, sino al otro dato, más llamativo aún, de que Auschwitz en cuanto tal se ha convertido en uno de los temas de reflexión filosófica más recurrente de los últimos años, en una especie de banco de pruebas ético para cualquier propuesta teórica que se precie.

El dato, a mi entender, está lejos de ser obvio, aunque tienda a presentarse como tal. La desmesura del horror con demasiada frecuencia se presenta como la evidencia incontestable de que nada puede haber más urgente e importante que reflexionar al respecto y de que ninguna tarea práctica puede anteponerse a la de intentar -siguiendo de nuevo la indicación de Adorno- que aquello no se repita. Pero era el mencionado Hilberg quien en su momento ya se vio obligado a recordar que "la historiografía del Holocausto no es, a pesar de todo, otra cosa que historiografía", y convendría que su recordatorio no cayera en saco roto.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Porque tiene algo, ciertamente, de sospechoso un discurso, o un conjunto de actitudes, que no tienen enfrente interlocutor posible. Auschwitz, en su desmesura, ha terminado por convertirse en cifra y signo de un espanto de cuya autoría nadie en su sano juicio osaría hoy reclamarse. Probablemente por eso propuestas como la de instaurar un "Día de la Memoria del Holocausto" (a la que se le añade la coletilla: "y de prevención de crímenes contra la humanidad") pueden ser aceptadas sin oposición alguna en nuestra sociedad. Cosa que no sucedería si, por ejemplo, alguien tuviera la ocurrencia de proponer un "Día de la memoria de los crímenes comunistas", un "Día de la memoria de los crímenes del fanatismo religioso", un "Día de la memoria de los crímenes del nacionalismo etnicista" o un "Día de la memoria de los bombardeos aliados sobre Alemania", por mencionar algunas posibilidades. Con toda seguridad, propuestas de este otro tipo recibirían de inmediato la acusación de tendenciosamente políticas. La primera, en cambio, ha terminado por identificarse con una propuesta de orden casi prepolítico.

Esta diferencia de tratamiento parece, por lo pronto, estar informándonos ya de algo relevante, a saber, que con la mera invocación a las víctimas no es suficiente para entender la centralidad alcanzada por determinados asuntos. El problema no son las víctimas -a las que, como se ha repetido en múltiples ocasiones, se les debe reconocimiento, compasión, solidaridad y ayuda-, sino el papel teórico y práctico que se les hace jugar, el discurso que apuntalan o legitiman. Y es al intentar analizar esto último cuando empiezan a aparecer los motivos de reserva, las razones para recelar de tanta aparente unanimidad como parece haber concitado el lema ¡nunca más!

En pocas ocasiones como en ésta se ha hecho tan notoria la pertinencia de aplicar esas cautelas metodológicas que para cualquier historiador -o incluso para cualquier científico social- constituyen un lugar común. Como la de preguntarnos antes de empezar cualquier análisis: hechos sí, pero ¿bajo qué descripción? Reclamación de responsabilidad por los acontecimientos ocurridos sí, pero ¿por parte de quién y en nombre de qué? Empezando por estas últimas preguntas, está lejos de ser evidente que algunos de los que han asumido el papel de representantes de las víctimas y que a menudo se dedican -en algún caso, como si de la nueva verdad revelada se tratara- a exhortar al resto de los mortales a cumplir con un presunto deber de la memoria tan antiguo como el Deuteronomio, se encuentren específicamente legitimados para atribuirse dicha representación (al margen de lo discutible que resulta en sí misma la pretensión de convertir la memoria en un imperativo).

Pero tal vez de mayor trascendencia que la pregunta por el quién sea la pregunta por el en nombre de qué se reclama responsabilidad. Es aquí donde el discurso se complica aún más, especialmente cuando apela a determinados argumentos de no sencilla aplicación a este caso. Pienso, sin ir más lejos, en toda esa retórica argumentativa que, de manera permanente, se sirve de planteamientos de inspiración remotamente benjaminiana para establecer una línea de demarcación -se supone que nítida- entre vencedores y vencidos, siéndoles exigible a los primeros, como es obvio, la responsabilidad por las barbaridades que protagonizaron. La punta del iceberg del problema -que, finalmente, remite a toda una filosofía de la historia de inspiración escatológica sobre la que habría mucho que decir- es que aquellos vencedores resultaron finalmente vencidos, con lo que la posibilidad de hacerles rendir cuentas por sus actos -más allá de lo que procesos como el de Núremberg o el de Eichmann en Jerusalén significaron- parece un empeño ya inútil.

Quizá tenga que ver esto con la evolución que han ido tomando las interpretaciones más extendidas sobre esa etapa. Derrotado el nazismo, se empezó atribuyendo sus horrores a la locura de una minoría fanatizada, de ahí se pasó a responsabilizar al pueblo alemán en su conjunto y ahora parece que estamos en la fase de extender la sospecha a la humanidad por completo (especialmente si comete el pecado de olvidar lo sucedido), en una deriva especulativa-metafísica tras la que parece latir un viejo conocido para quienes vivimos en países de fuerte tradición católica, a saber, el convencimiento de la maldad intrínseca del ser humano. Y si a esto le añadimos que aquello de lo que se habría que responder también ha ido extendiendo sus confines, transformándose en un auténtico crimen contra la humanidad, el motivo por el que empezaba refiriéndome a Auschwitz como un crimen perfecto se entenderá mejor. La entera humanidad (excepción hecha del pueblo judío, como es natural) asumiendo un crimen contra toda la humanidad: el dispositivo queda así definitivamente desactivado. Porque, en definitiva, es cosa sabida que cuando se predica respecto a cualquier cosa el principio de que todos somos responsables, eso termina significando, a efectos prácticos, que nadie es responsable en concreto de nada en particular. De ahí -tal vez- que todos (incluyendo los personajes más siniestros de nuestra actualidad) pueden colocarse sin pestañear en la primera fila de este tipo de conmemoraciones, porque nadie en sentido propio y fuerte se siente concernido. Se diría que nos encontramos con una versión -aplicada a la memoria colectiva- de la célebre máxima de Lampedusa: hay que hacer como que se recuerda mucho para poder olvidar de manera eficaz.

Pero nos queda todavía otra cautela por mantener, otra pregunta previa por contestar: hechos sí, pero ¿bajo qué descripción? Quizá sea el esfuerzo por responder a esto lo que más nos acerque al corazón del problema. Lo que hemos planteado hasta aquí nos ha permitido ir plausibilizando lo que al principio era tan sólo una mera sospecha, a saber, la de que determinados discursos, acogiéndose a los grandes valores de nuestra cultura occidental y a sus solemnes palabras, terminan formulando una propuesta no sé si imposible o directamente autocontradictoria. Porque los énfasis recurrentes en que aquello no debe repetirse, lejos de ir acompañados de desarrollos que nos permitan vislumbrar con claridad qué habría que hacer para que así fuera, dejan sin plantear la cuestión, ineludible, de los medios necesarios para ello. Es lo que ocurre, a mi entender, cuando se soslaya la política, cuando se la subsume -y, finalmente, se la disuelve- en ética, en filosofía de la historia o, peor aún, en una metafísica del mal.

En contraste con esto, resultará esclarecedora una comparación que en otro contexto podría merecer el tópico calificativo de odiosa. Me refiero a la comparación con Hiroshima. Es cierto que existe un considerable acuerdo entre historiadores y pensadores del mundo contemporáneo en que Hiroshima constituye un suceso de muy difícil análisis. La dificultad vendría, en gran medida, derivada de su excepcionalidad, de su carácter rigurosamente único: después de Nagasaki ya no volvió a haber ningún nuevo uso del arma nuclear. Más aún: incluso cabría hablar de un relativo consenso a escala mundial en que uno de los objetivos primordiales de la humanidad en la hora presente debiera ser el de impedir por todos los medios la proliferación de ese tipo de armas.

El argumento de la excepcionalidad sólo resulta convincente a medias: tampoco ha vuelto a repetirse en sentido estricto Auschwitz (a menos que forcemos mucho las palabras y denominemos "Auschwitz" u "Holocausto" a cualquier enormidad en el daño infligido por unos hombres sobre otros), y ello no está impidiendo -sino más bien al contrario- que se reitere la advertencia planteada por Adorno en su Dialéctica negativa a la que hemos venido haciendo referencia. En realidad, disponemos de motivos para una severa inquietud. El escenario representado por Hiroshima les parece a muchos -y con muy sólidas razones- más próximo de la situación actual que el representado por Auschwitz. Serían tantos los ejemplos que cabría aportar, que al final uno termina temiendo estropearlo todo con la selección, pero si -por no remontarnos más atrás- empezáramos por los bombardeos con napalm de la guerra de Vietnam, pasando por las minas antipersona o los miles de soldados iraquíes enterrados vivos en la guerra del Golfo, para terminar en las bombas-racimo, y todo el encadenado de monstruosidades de las que venimos siendo puntualmente informados a través de los medios de comunicación, lo cierto es que el panorama ante el que parecemos estar a este respecto es más el de una Hiroshima de baja intensidad que el de un mundo que ha renunciado definitivamente a este tipo de terror. Con diferentes palabras, el lema no más Hiroshimas es vinculante de una forma y con una fuerza muy particulares: no debiera ser posible -sin incurrir en contradicción o flagrante cinismo- proclamarlo y defender al mismo tiempo determinadas ideas y actitudes respecto a la guerra y a violencias análogas.

Se podría echar, desde luego, más leña al fuego de la discusión y recordar que en el caso de la destrucción de las ciudades japonesas, la exigencia de responsabilidad podría adoptar formas bien concretas (por ejemplo, político-institucionales: resulta llamativa, por cierto, la desigualdad en excusas y reparaciones reclamadas según se trate de un Estado o de otro). Pero en Hiroshima, a diferencia de Auschwitz, los vencedores nunca dejaron de serlo y quizá dicho elemento complique sobremanera la posibilidad de un debate clarificador, entre otras cosas, porque obligaría a los participantes en el mismo a una definición política que en el caso del nazismo hemos visto que parece resultar obviable. En todo caso, y por si hiciera falta dejar claro que no es la solidaridad con las víctimas lo que estoy poniendo en cuestión, terminaré este artículo con una modesta propuesta, orientada a resaltar el inexcusable respeto y consideración que merecen las mismas. Cada vez con mayor frecuencia pienso que debería ser estrictamente obligatorio leer a Primo Levi, pero que debería estar rigurosamente prohibido citarlo. Ustedes me entienden, ¿verdad?

Manuel Cruz es filósofo. Autor del libro Las malas pasadas del pasado, premio Anagrama 2005.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_