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El eje del mal

Los que hemos criticado la política exterior de la Administración Bush, y en particular la manera en que se llevó a cabo la invasión de Irak y el derrocamiento de Sadam Husein, debemos reconocer que el desarrollo de las recientes elecciones en Irak el 30 de enero pasado ha constituido una cierta sorpresa, no tanto por la distribución de los votos cuanto por la alta participación a pesar de la extrema violencia en que está sumido el país y de las amenazas de los terroristas (o luchadores por la independencia; ambos términos parecen en parte justificables). La intrepidez con que los votantes han acudido a las urnas con evidente riesgo, para muchos de ellos, de su integridad física sugiere que los iraquíes no han sido indiferentes a la caída de la dictadura de Sadam y que, sean cuales sean sus sentimientos acerca de la invasión norteamericana e inglesa, una gran mayoría ha decidido aprovechar la ocasión que ésta les ha brindado para expresar la voluntad de asumir su destino político. Todo ello sin duda puede servir de justificación parcial a esta política exterior y quien esto escribe no tiene inconveniente en reconocerlo.

Hay otros hechos recientes que han mejorado notablemente el panorama político en Oriente Medio y que algunos han interpretado como una vindicación de la política exterior del presidente Bush. Estos hechos son la asunción por Abu Mazen de la presidencia de la Autoridad Palestina y, muy recientemente, la declaración por parte del Gobierno sirio de que está dispuesto a abandonar (aunque sea de manera gradual) su ocupación del Líbano, que duraba más de un decenio. Lo más esperanzador de todo es la actitud de la nueva autoridad palestina, que parece dispuesta a abandonar la política de violencia suicida de su antecesor, Arafat. Se ha dicho repetidamente de los palestinos que "nunca pierden una oportunidad de perder una oportunidad". Resulta gratificante que en estos momentos parezcan dispuestos a desmentir una frase que tantas veces ha parecido justificada. Hay, por tanto, un resquicio de esperanza de que la violencia remita en Oriente Medio. Donde tanta irracionalidad y vesania hemos presenciado, hoy parece imponerse un cierto grado de sensatez. ¿Hay que atribuir el cambio a la firmeza de la política norteamericana en la zona? La Administración Bush y sus partidarios así lo proclaman. Debe reconocerse, en todo caso, que el azar también ha tenido su papel: un elemento determinante en el cambio de actitud de los palestinos ha sido la muerte de Arafat, que difícilmente podría atribuirse Washington. El cambio de actitud sirio sin duda está en parte determinado por las presiones norteamericanas, pero en gran medida, de ser ciertas las acusaciones de Estados Unidos, son el resultado de un fallo garrafal de los servicios secretos sirios que, con el asesinato de Rafik Hariri, el gran líder político libanés, habrían cometido uno de esos errores históricos que producen el efecto exactamente opuesto al buscado: a los sirios les habría salido el tiro por la culata y su posición se habría visto en consecuencia terriblemente debilitada, por la fuerte e imprevista repulsa popular en el Líbano. En todo caso, productos del azar o no, la agresiva diplomacia norteamericana se ha encontrado recientemente con unos éxitos indudables en Oriente Medio.

Queda, no obstante, tal número de incógnitas que harían mal los partidarios de tal diplomacia en dar la partida por ganada a escala global. En primer lugar está la gran pregunta: ¿por qué fue invadido Irak? De las variadas razones que se dieron, todas resultaron ser falsas menos una: Sadam era un dictador cruel. Pero esa razón no es convincente: dictadores crueles hay más de uno, por desgracia. Sabemos por qué fue atacado Afganistán: no porque fuera una dictadura de fanáticos, sino porque albergaba a Bin Laden, el autor intelectual de los atentados del 11 de septiembre. Poco después de su victoria en ese país, a comienzos de 2002, Bush lanzó su truculenta denuncia de un "eje del mal", integrado por Irak, Irán y Corea del Norte. Como casi todos los pronunciamientos doctrinales de Bush, lo del eje éste sonaba un poco a hueco. Evidentemente, la idea venía del Eje Berlín-Roma-Tokio, de ominoso recuerdo. Pero aquel Eje, el verdadero, fue una alianza o tratado de las tres potencias agresoras en 1940; el eje de Bush no tenía ninguna unidad real o formal, sino la comunión en la perversidad y la posesión de armas de destrucción masiva que su inventor atribuía a sus componentes. Hoy sabemos que esta última acusación era bastante cierta en lo que se refiere a Irán y a Corea del Norte, pero falsa en cuanto a Irak. ¿Por qué el país atacado de los tres fue precisamente el que no tenía tales armas? Pueden darse varias explicaciones: 1) Bush se creía su propia propaganda; 2) Irak había incurrido en las iras de Bush y sus asesores desde hacía mucho tiempo y el humor belicoso en Estados Unidos tras los atentados ofrecía una ocasión inmejorable; 3) Irak había desafiado repetidamente a las Naciones Unidas; 4) Irak era una presa fácil precisamente porque no tenía armas de destrucción masiva. En mi opinión, todas son ciertas menos la primera.

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Esto explicaría varias cosas. En primer lugar, por qué Sadam nunca negó con claridad (como hubiera podido verazmente hacer) tener las famosas armas: creía que hubieran sido su mejor escudo y lamentaba precisamente no tenerlas. Esto explica también por qué tanto Corea del Norte como Irán siguen igualmente una política equívoca, afirmando a veces tener tales armas y otras insinuando más bien sólo que pueden conseguirlas muy pronto. Se trata de mantener al enemigo dubitativo y desinformado, como en una partida de póquer. El problema con esta política norteamericana es que ha difundido los incentivos equivocados. Entre los países hostiles a Estados Unidos ha establecido la convicción de que la mejor protección contra una intervención norteamericana es el armarse hasta los dientes con las famosas armas de destrucción masiva. En un mundo en que el fanatismo es cada vez más frecuente, la proliferación de armas atómicas es peligrosísima; si son millares los dispuestos a inmolarse matando por principios religiosos y políticos, ¿cuántos habrá que encuentren legítimo inmolar a poblaciones enteras en aras de esos mismos principios?

Por otra parte, con armas o sin ellas, una intervención norteamericana en un tercer país parece hoy muy remota, porque los gastos militares en Afganistán e Irak, más las enormes reducciones de impuestos de los años pasados, han colocado al presupuesto norteamericano en una situación deficitaria, no ya en el presente y en el inmediato futuro, sino a medio y quizá largo plazo. Un mayor esfuerzo bélico, con el consiguiente nuevo agravamiento del déficit, colocaría a Estados Unidos en una situación económica muy precaria y a merced de terceros países.

Todo esto explica, a mi modo de ver, la impotencia de la gran potencia ante los desafíos y desplantes de Irán y Corea del Norte, y arroja dudas sobre la coherencia de esta diplomacia agresiva en Oriente Medio, pese a los indudables éxitos recientes. Uno quisiera equivocarse, pero viene a la memoria el tan citado cuento del aprendiz de brujo.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.

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