Así en la paz como en la guerra
El día que Guillermo Cabrera Infante murió yo estaba en el sur de Chile, afiebrado, aturdido por los antibióticos, y la bronquitis me había dejado afónico de manera que ni siquiera pude hacer una declaración a la prensa en homenaje a su memoria. Pero esa noche las imágenes de más de cuarenta años de amistad me mantuvieron en un duermevela angustiado. Recordaba cuando lo conocí, en París, todavía un diplomático al servicio de la Revolución, traspasado de dudas y de conflictos interiores; la broma que me gastó, cuando le dimos el Premio Biblioteca Breve a Tres tristes tigres (que en manuscrito se llamaba Vista del amanecer desde el trópico) haciéndose pasar por "un tal Onelio Jorge Cardoso", que me llamó a la Radio-Televisión Francesa para hablarme pestes de Cabrera Infante, y la increíble casualidad de que al exiliarse en esa ciudad de tantos millones de habitantes que es Londres viniera a vivir en un sótano que estaba apenas a un centenar de metros de mi casa, en Earl's Court.
Pasó unos años muy difíciles entonces, convertido en un apestado integral, al que, al mismo tiempo que la España franquista le negaba la residencia por sus antiguas vinculaciones con el régimen de Fidel Castro, toda la progresía hispana y latinoamericana volvía la espalda o escarnecía. La satanización de su persona y de su obra fue tan dura que estuvo a punto de perder el equilibrio mental. Lo salvaron la literatura y Miriam Gómez, esa extraordinaria mujer sin la cual Guillermo no hubiera resistido las cuatro décadas de exilio, el acoso y las infamias de sus colegas, ni hubiera vuelto a escribir una línea desde que terminó Tres tristes tigres, su obra maestra. Nadie lo hubiera dicho en aquellos años sesenta, los del swinging London, donde él parecía vivir a sus anchas, moviéndose como pez en el agua en ese mundo de locuras psicodélicas, música pop, brumas de marihuana y ácido lisérgico, happenings, viajes artificiales y cine experimental, que él documentaba en crónicas espléndidas, chisporroteantes de humor, imaginación y retruécanos. Era una de las venas de su personalidad literaria, la joyciana, la del juego y la prestidigitación lingüística, que en los años siguientes se exacerbaría hasta extremos a veces delirantes. Una vena que ocultó y acabó por borrar la otra, la del escritor realista y comprometido de su primer libro, la colección de cuentos de Así en la paz como en la guerra, que yo leí con admiración que mi memoria conserva intacta, por el poder de síntesis y la precisión matemática del estilo, el aliento entre heroico y trágico que transpiraban las historias y las viñetas que las intercalaban, un mundo que recordaba al mejor Hemingway, de milicianos austeros e idealistas románticos, de una gesta popular todavía no envilecida por la ideología ni el poder. Por razones obvias, Cabrera Infante prefirió olvidar estos relatos de su primera época, que ahora, sin duda, se reincorporarán de todo derecho al conjunto de una obra, la que, algo que ignoran sus más jóvenes admiradores, consta también de una rica vertiente realista y comprometida.
Al mismo tiempo que era el cronista incomparable del Londres de los Beattles, Cabrera Infante recreaba La Habana prerrevolucionaria, la de los casinos, la música tropical, la alegría, la miseria, los millonarios y los gángsters y una desalada sensualidad, con tanta nostalgia, fantasía y tan fuerte impronta personal, que, más que recrearla, terminó por inventar una ciudad. Esa Habana es ahora tan suya como la Dublín de Joyce, el Trieste de Svevo, la Comala de Rulfo o el Macondo de García Márquez. Esa ciudad que bañan los cálidos rumores del mar y la estruendosa voz del personaje de Ella cantaba boleros, donde realiza su desenfrenado aprendizaje sexual el protagonista de La Habana para un infante difunto y donde transcurren los hilarantes episodios de Vista del amanecer desde el trópico debe más a la invención, a la melancolía, a la literatura y a la destreza narrativa de Cabrera Infante que a la realidad histórica, aunque, como ocurre siempre con las grandes creaciones literarias, esa ciudad hecha de sueño y de palabras terminará por imponerse a las futuras generaciones de lectores como la única que existió.
Esa Habana que él fabricó con su talento, en sus cuentos, novelas y crónicas nadie podrá quitársela ya a Cabrera Infante, como le quitaron la otra, la real, un despojo al que nunca se resignó, que abrió en su vida una herida que nunca dejó de supurar, una ausencia que a la vez que alimentaba su vocación y le sugería imágenes, personajes, diatribas, evocaciones, recuerdos y ensoñaciones a menudo deslumbrantes, lo fue matando a poco de nostalgia, de amargura y de frustración a lo largo de todo su exilio. Decir que amaba entrañable, enfermizamente a su país, a la ciudad en la que no había nacido pero que adoptó, no sería suficiente, pues ese verbo, usado así, inevitablemente se malea y sugiere las cursilerías patrioteras del nacionalismo. Era algo mucho más visceral y personal que el patriotismo, era una temperatura, la densidad del aire, ciertos colores del cielo y, sobre todo, una música verbal, el calor de unos cuerpos y el entramado laberíntico de anécdotas, personajes, bromas y tragedias que habían hecho de Guillermo lo que era y lo que en ningún caso aceptó dejar de ser, aquello de lo que el exilio lo privó, dejándolo atrozmente mutilado. Él, que sabía idiomas, que podía escribir en inglés con tanta gracia como en español -lo dijeron los críticos anglosajones al aparecer Holy Smoke- no lo hubiera admitido jamás, y, más bien, en las conversaciones y las entrevistas se jactaba de ser el ciudadano del mundo que en apariencia era. Pero bastaba oírlo, o leer todo lo que escribió, para advertir que, por debajo del cosmopolita, del polígrafo bilingüe, del londinense de los mil juegos de palabras, se agazapaba un exiliado inconforme con su forzado desarraigo, un ser herido al que desesperaba cada día más la sensación de que nunca recuperaría la tierra que perdió.
Los últimos años fueron los peores, por la salud deteriorada, las operaciones, las estancias en los hospitales, en Londres, una ciudad que multiplica la soledad más que ninguna otra en el mundo, y la tortura mental que debió ser para Guillermo saber que se moría dejando a Miriam sola y a Cuba todavía en poder de Fidel Castro. La última vez que lo vi,en su piso de Gloucester Road, atestado de libros y vídeos de películas, me mostró, riéndose, un montaje hecho por él con las últimas apariciones del dictador cubano en la televisión, en las que eran visibles los síntomas de envejecimiento y decadencia. Bromeaba que, a juzgar por las imágenes, aquella pesadilla se iba por fin acabando, pero debajo de esas bromas había algo muy serio, una ilusión, una esperanza que probablemente debió acompañarlo hasta sus últimos instantes de lucidez.
Cuando Cuba sea por fin libre los cubanos deberán siempre recordar que nadie fue más consecuente, constante y radical en su rechazo de la tiranía que asola la isla hace 46 años como Cabrera Infante. Nunca hizo la menor concesión, nunca optó por callar, siempre que tuvo ocasión se jugó entero para hacer saber al mundo la realidad totalitaria, el envilecimiento de las ideas y de los valores y la mentira sustancial sobre la que se sostiene el régimen de Fidel Castro, y para denunciar los sufrimientos, los atropellos y los abusos de que es víctima el pueblo cubano. Eso, ahora, luego de la caída del muro de Berlín y el naufragio universal del comunismo, es muy fácil, se ha convertido casi en un cliché en boca de politicastros. Pero durante muchos años, atreverse a sostenerlo era ir contra la corriente y condenarse a la cuarentena literaria e intelectual, porque en ningún otro ámbito -más aún que en el político- la falsificación de la realidad cubana y la mitificación tramposa de lo que ocurría en Cuba fue tan poderosa como entre los escritores y supuestos pensadores.
Dicho esto, conviene precisar que Guillermo Cabrera Infante no fue un político, ni siquiera un intelectual interesado en el debate de ideas sobre asuntos sociales. Contrariamente a una efigie que han levantado de él sus pronunciamientos, polémicas, condenas y diatribas contra la dictadura, Cabrera Infante fue un escritor para el que la literatura y el cine ocupaban gran parte de la vida, y acaso la hubieran colmado totalmente si los dioses no hubieran condenado a su país a albergar la más longeva dictadura de la historia de América Latina. Su rechazo del castrismo fue moral antes que político y por eso nunca quiso identificarse con ninguna de las corrientes o tendencias de la oposición a la dictadura cubana. Hay que recordar que, muchas veces, criticó con severidad a distintas formaciones de exiliados por su pequeñez de miras, sus disputas cainitas, y por perder el tiempo en operaciones de política de campanario, descuidando el objetivo primordial.
Las críticas de cine son una parte inseparable de la literatura de creación de Cabrera Infante. Llamarlas "críticas" es ya desnaturalizarlas, porque ese membrete da la idea de unos textos cuya finalidad es analizar e interpretar unas obras a fin de hacerlas más accesibles al espectador. En realidad, todas las críticas de cine de Guillermo, pero sobre todo las reunidas en esa otra maravilla de libro que es Un oficio del siglo veinte, son creaciones literarias, verdaderas ficciones, elaboradas utilizando la materia prima de unas películas que, al pasar a esos textos, se vuelven narraciones literarias, relatos tan sorprendentes, amenos y brillantes por su humor, sus juegos retóricos y sus hallazgos, como los cuentos y novelas que escribió. Como Manuel Puig, otro escritor que hizo literatura con el cine, Cabrera Infante se servía de las imágenes de las películas como otros escritores se sirven de sus recuerdos familiares o de los hechos históricos para construir una realidad que era autosuficiente, que existía y persuadía a los lectores de su verdad en función de sí misma.
Era fascinante oírlo hablar de las películas, que conocía con una minucia de detalles asombrosa, evocar diálogos, recordar imágenes, oírlo contar anécdotas de los actores, en sus roles profesionales o en sus vidas privadas, y comprobar que en esas expansiones se zambullía de veras en la ilusión en cuerpo y alma, como lo hacen los niños. Había sido un periodista excepcional y algo de ese oficio de improvisados y repentinos le quedó siempre, pues le bastaban tres o cuatro frases para poner a sus oyentes en situación y capturar su atención y deleitarlos con una salida inesperada o una ocurrencia genial. Aunque, debido a los golpes y a las traiciones, se había vuelto algo desconfiado y receloso, una vez vencida su inicial resistencia, podía ser la persona más cálida y afectuosa, que abría su casa y su corazón a todo el mundo, secundado en esto infaliblemente por Miriam, que se las arregló siempre, aun en las épocas más difíciles y ófricas de Londres, para mantener en ese rincón de Kensington el enclave tropical donde uno, nada más entrar, se sentía en casa, aceptado, querido y mimado por esa pareja excepcional.
Londres, y en especial algunos lugares como la "Bombay Brasserie", ya no será lo mismo para mí sin Guillermo Cabrera Infante, ni para nadie que lo tratara, visitara y quedara prendado de su sabrosa plática, de sus desconcertantes salidas, de su generosa humanidad. Queda su obra, por supuesto, que está allí para durar, y seguir ganando lectores y divertir, hechizar, y también enojar, a mucha gente, una obra que expresa como pocas lo que fueron los años del boom, una antigualla ya en estos tiempos tan distintos a los de entonces, en los que Europa y la propia América Latina descubrían que el continente de los dictadores y los mambos era capaz también de producir literatura, y los escritores de por allá venían a Europa a conocerse entre ellos y a asumir su condición de escritores latinoamericanos, unos años de ilusiones, amistad y también fuertes dosis de irrealidad, que no durarían mucho. Pero mientras duraron enriquecieron la vida de todos nosotros. Adiós, vecino.
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