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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Arqueología interior del exilio

Con materiales míticos, e históricamente conmovedores, pueden hacerse verdaderos desastres novelescos u obras descaradamente oportunistas para la galería sentimental del país. O pueden hacerse novelas inteligentes, apremiantes, armadas como artefactos incluso más seguros de sí mismos que de la historia que quieren contar. Y las que tiene Jordi Soler (Veracruz, México, 1964) dan para un montón de novelas pero ha sido más listo y ha metido todas esas fabulosas historias que ha ido sabiendo en una sola novela con sentido propio, una novela verdadera porque cuenta sus historias como excelente novelista, con olfato para economizar y disponer del tiempo y del orden, de manera que pasado y presente, México y Cataluña, ellos y nosotros, se crucen y refuercen como si verdaderamente no hubiese otro modo más eficaz y emotivo de contar esas historias que la suya. Como suele repetir Javier Cercas, una novela empieza cuando se sabe quién la cuenta, y aquí Soler lo sabe y lo exhibe sin rebozo, porque es lo más parecido a él mismo que puede ser la voz de un narrador, pero sin pasarse nunca. Sale tan poco que se le echa de menos cuando lleva mucho rato contando lo que sucedió en el campo de Argelès-sur-Mer o cómo maniobró el embajador mexicano Luis Rodríguez en París para salvar al mayor número de refugiados o cómo es vista y vivida de cerca la selva tropical de México, cerca de Veracruz, y hablada en catalán. Y qué más da que sea vivido o no, ya lo sé, pero en este caso es o lo fue, según ha contado el propio autor, y las puntas emotivas a menudo son altas sin sentimentalismo -el entierro de Azaña y la mezquindad repulsiva de Pétain, por ejemplo-, y con una lengua fibrosa y matemática tocada de mexicanismos que no disimula porque son tan suyos como el nombre catalán que lleva.

LOS ROJOS DE ULTRAMAR

Jordi Soler

Alfaguara. Madrid, 2004

235 páginas. 16 euros

Y porque sabe contar su historia hay sentido en la novela: las etapas morales del exilio, y la perplejidad de querer volver y no querer, de sentirse ya allí como aquí y no saber si aquí es allí; la importancia de empezar a sentirse dueño de sí mismo en el exilio y no sólo víctima de un destino negro.

Y a Cercas no lo he citado

antes por casualidad sino porque quizá sus Soldados de Salamina fueron el estímulo que halló Soler para poner su imaginación literaria a trabajar sobre el modo exacto y suyo de contar una historia plagada de inverosimilitudes y episodios de pura novela... que ganan aquí todo el aire de ser históricos y biográficos: desde los encuentros increíbles de su abuelo exiliado con otros catalanes en México hasta la narración fulminante y meticulosa del año y medio de vida de preso en Argelès-sur-Mer (y el regreso del autor al pueblo francés y las playas del campo: sólo hay arena y cámpings) o la misma peripecia de una fracasada conspiración para asesinar a Franco, urdida entre mercenarios, exiliados y asesinos puros. No se para nunca la novela, piensa a ratos pero siempre con inteligencia y sin palabrería, persigue la arqueología secreta de las alegrías del exilio y sus muchas melancolías -y por eso la consunción recluida del abuelo al final es una gran lección y un hallazgo narrativo-. Hasta diría que logra hacer bueno lo difícil de aceptar por mimético, como alguna atmósfera de realidad traspasada de maravilla -el elefante, la fastuosidad de la fauna de mosquitos, la catadura de los conspiradores tiranicidas-. Si logra redimir y tonificar hasta el viejo realismo mágico es que esta novela se ha nutrido de paisajes míticos de hoy, la guerra, el franquismo, el exilio. No han cambiado los paisajes, hemos cambiado nosotros.

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