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Cuando el tiempo se detuvo

Pilar Manjón me emocionó con su intervención en el Parlamento español. Su testimonio sobrecogía. Era como una isla política de grandeza, generosidad y claridad en medio de un inmenso océano de cicatería, egoísmo y mediocridad política. Durante unos minutos el tiempo se detuvo. Sobre todo, el tiempo de la política ordinaria. Y desde luego el tiempo de la ordinariez en la política. Hablaba en nombre de las víctimas pero también hablaba en nombre de amplios sectores de la sociedad civil. Y pronunció uno de los discursos políticos más profundos que se han hecho en el Parlamento español. En el lugar adecuado. Con profundidad y con respeto. El mismo respeto que ella reclamaba a su vez a los representantes del pueblo para con su propio pueblo. Porque de eso hablaba Pilar Manjón; de pueblo, de representantes, de política y de democracia. Ni más, ni menos.

Fueron minutos importantes. Fue el día en el que una ciudadana hizo bajar la mirada a los representantes de la política oficial. Les miró a los ojos y muchos no pudieron aguantarle la mirada. Su limpia mirada, empañada en lágrimas, se alzaba por encima de nuestros representantes y traspasaba los muros del Parlamento para llegar a nuestros rincones más íntimos. Cuando menos durante esos minutos el centro del discurso político lo simbolizaba una ciudadana. La política, la auténtica reflexión política que esperaban millones de ciudadanos vino de la mano de una ciudadana que hablaba a sus representantes. La periferia ese día era la política oficial. Sus representantes se iban empequeñeciendo a medida que ella desgranaba sus argumentos.

Fueron momentos intensos. Profundos. Llenos de ternura y de dignidad. Pero, sobre todo, fueron momentos de queja amarga, de exigencia de responsabilidad política, de reprobación y de censura por tanta descoordinación, por tanto enredo y muy especialmente por rebajar el debate y los objetivos políticos a la escala de patio de colegio. Tal vez alguien pueda pensar que sus críticas no fueron del todo justas al repartirlas entre todos por igual. Eso no es lo relevante. Lo que criticaba era la cultura política cainita, las inercias cotidianas, los discursos sesgados, los ventajismos, la táctica de la crispación, el autismo político y la falta de sensibilidad de nuestros representantes ante uno de los acontecimientos más dramáticos de nuestra historia. No percibí una descalificación global de los políticos y de algunos de sus portavoces. Creo que se refería a la interpretación cotidiana de la política en España en momentos críticos que requieren generosidad y altura de miras.

Y recordé la distancia existente entre sus palabras y la realidad de muchos discursos e intervenciones. Los discursos de la política con minúsculas. El discurso mezquino, pobre, desabrido y sin alma de siempre. El discurso lejano y previsible de la política oficial. Y recordé tantas horas de comparecencias y de desfile de personalidades por una comisión de investigación que nació muerta. Que desde su primer día de funcionamiento evidenció que sus objetivos no tenían relación alguna con la búsqueda de las causas que originaron la masacre y con el análisis de las medidas necesarias para intentar evitar nuevos episodios. Debieran hacer caso a los representantes de las víctimas del atentado y proceder a la disolución de la comisión.

El tiempo se detuvo durante unos escasos pero significativos minutos. Todos bajaron la vista y todos pidieron perdón... Todos, menos aquel supuesto representante que no se representa ni a sí mismo que siguió enfrascado en la aparente lectura inútil de un documento inútil sin prestar el más elemental respeto y consideración a los sentimientos que Pilar Manjón apenas podía expresar porque el corazón se lo impedía. El mismo representante que, haciendo exhibición de un desprecio infinito, ni siquiera tuvo la decencia de esperar y tomar la palabra para en nombre de los millones de ciudadanos a los que representa pedirle disculpas mirándole a los ojos... Todos, menos algunos representantes de la extrema derecha que horas después utilizaban sus medios de expresión para expeler sus grotescos argumentos de la conspiración y de una supuesta autoría intelectual que sólo existe en sus negros corazones llenos de odio.

Y Pilar Manjón todavía tuvo fuerzas para demostrar confianza en los políticos, sus representantes a los que fue a votar cuando todavía no le habían entregado a su hijo para enterrarlo. Y tuvo fuerzas para reclamarles que hicieran política con mayúsculas. Incluyendo a aquellos que horas antes intentaban impedir que acudiera al Parlamento o que exigían que hablara ante los comisionados a puerta cerrada. ¡Qué ironía! Cuando en realidad la primera intervención que merecía ser escuchada, con todas las puertas abiertas, las físicas y las del alma, era la de Pilar Manjón en nombre de los familiares de las víctimas. Pero también en mi nombre, como imagino que ha ocurrido a millones de ciudadanos que compartimos esos sentimientos.

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Joan Romero es profesor universitario.

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